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La hora de la siesta

Rezagado por las altas temperaturas durante el día solamente salgo de noche y me doy cuenta que finalmente me convertí en lo que siempre odié cuando era chico: en alguien que duerme la siesta, porque ¿qué otra cosa se puede hacer en un pueblo cuando el calor aprieta y toda actividad humana se corta hasta […]

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Rezagado por las altas temperaturas durante el día solamente salgo de noche y me doy cuenta que finalmente me convertí en lo que siempre odié cuando era chico: en alguien que duerme la siesta, porque ¿qué otra cosa se puede hacer en un pueblo cuando el calor aprieta y toda actividad humana se corta hasta después de las cinco de la tarde?.

 Calle Alvear (Porteña, Cba) - Foto: Daniel Spada

Por Cristian Montú

La siesta como una presencia espectral nos perseguía a mis hermanas, a mi hermano y a mí cuando éramos chicos, no había forma de escapar. El encargado de controlar era mi papá, después de almorzar se acostaba en la parte baja de la cucheta junto a mi hermano que se llevaba la peor parte porque su libertad quedaba supeditada al sueño de mi papá.

Con mis hermanas menores conseguíamos algo de libre albedrío, metíamos de contrabando algunos juguetes bajo las sábanas y una vez que escuchábamos los ronquidos del carcelero nos disponíamos a jugar cada uno desde su cama tratando de hacer el menor ruido posible. 

Algunas veces las cosas se salían de control y todo terminaba siendo caos, gritos y retos. Debe ser por eso que me resisto a dormir la siesta la mayoría de las veces, como si el niño que fui persistiera muy en el fondo, mientras espera el momento del sueño ajeno para jugar libremente.

Algarrobo centenario - Foto: Daniel Spada

En otras ocasiones, por motivos que no recuerdo, teníamos permitido no dormir a la hora de la siesta y entonces un mundo prohibido y desconocido se nos abría ante el horizonte caluroso de aquellas horas. En la casa de una de mis abuelas podíamos jugar con tierra, barro, insectos vivos y muertos, y si nos peleábamos siempre se podía contar con el televisor para ver novelas y programas de chimentos.

Durante aquellas siestas en que desafiábamos el mandato impuesto, éramos libres de tejer alianzas y traiciones de hermanos a hermanos, e intentábamos unir pedazos de discursos que los adultos dejaban flotando y nunca completaban si había alguno de nosotros presente. 

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La hora prohibida

Claudia Masin es escritora y psicoanalista, publicó varios libros y entre ellos se encuentra La siesta (Ediciones la mariposa y la iguana), que en apenas cincuenta páginas condensa las huellas de la infancia de la autora a través del paso irrefrenable de la naturaleza humana, vegetal y animal, y cualquiera que haya crecido en el interior del país puede sentirse reflejado en esas palabras cargadas dolorosamente de poesía.

¿El yo lírico? ¿La narradora? por medio de una prosa poética nos hace partícipes de un mundo vedado para el común de las personas: lo que sucede cuando el común de la gente duerme la siesta. Inmersa en el Chaco y su monte siempre asediado por la voracidad extractivista del hombre, la niña sale y recibe la quemazón del sol como una amenaza que podría ser letal.

"La siesta" de Claudia Masin

Ya nos lo dice al inicio: la siesta es un momento que escapa a la clasificación, ni día ni noche, es un no momento y quienes nazcan o mueran en esta franja horaria quedarán marcados de por vida.

La protagonista irá creciendo para dejar atrás la libertad de la palabra fácil para encerrarse en su mundo interior y lograr así subsistir como lo han hecho las mujeres de su familia y de la zona. Ella encuentra el refugio que busca en la lectura: “Yo no podía estar más de acuerdo: eso buscaba en los libros, no la felicidad sino el choque eléctrico que sacude al cuerpo y lo revive, brutal como el que se le da a los que han entrado en la muerte por un instante y hay que traerlos de vuelta.”

Y mientras crece rodeada de un halo de silencio autoimpuesto, mientras la familia reproduce hábitos y comportamientos heredados y aprendidos a la fuerza, la niña que sigue intacta en su interior se pregunta y nos hace preguntarnos: “Qué nos hace formar una familia, crear una pequeña comunidad donde se combinan todos los dramas de la humanidad en una escala reducida, ínfima, que no le importa a nadie salvo a los que están dentro de ella.”

Pueblo chico, infierno grande

Carina Radilov Chirov es docente, escritora y nació en Sunchales, donde aún reside. Publicó varios libros de poesía y narrativa, y llegué a su más reciente libro de cuentos reinas de pueblo grande (Editorial nudista) paseando por la web de una librería virtual.

El libro reúne nueve cuentos que maravillan por su cadencia y su aparente simplicidad. Protagonizados por distintas mujeres y siempre situados en pueblos, los cuentos, al menos así los sentí yo, atraviesan al lector y clavan un aguijón de duda que arderá después sobre temas como la dicha de la vida y la inevitable tristeza de la muerte, las fechas de vencimiento de las amistades, el abandono y el instante previo a que un vínculo se rompa de manera definitiva.

Colonia Crandall, por ejemplo, es la historia de una mujer joven que desde el presente recorre los acontecimientos previos a que su novio la abandone. El calor insoportable de enero no ayuda a la situación, se siente achatada, como si apenas estuviera tratando de sobrevivir.

 "Reinas de pueblo grande" de Carina Radilov Chirov

Mientras procesa el abandono, viene a su mente, también, el recuerdo del inquilino que acaba de marcharse de la casita en el fondo del patio. Ella lo presionó para que se marchara, los familiares del hombre hicieron lo mismo, era hora de tener casa propia. Al irse el inquilino, la protagonista descubre que el lugar está impregnado de un olor extraño, un olor que parece materializarse como un personaje más.

El calor, las vacaciones como espejismo, las siestas como instantes de reflexión, la humedad en el ambiente, el olor que todo lo impregna, los proyectos que ya no se concretarán, las decisiones que se tomaron. Los pensamientos parecen agobiarla.

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Al igual que esas bombas de guerras pasadas que quedan enterradas por años hasta que el destino hace que algo o alguien las encuentre, las pistas sobre los hechos que marcaron el comienzo del fin irán apareciendo ante la protagonista: “Cuando está por acabar, le busca la mirada, a él, que mira como zombie. Sumergirse en sus ojos es como nadar en un aljibe en desuso. Frío y resbaladizo.

Cuando las chicharras cantan

La siesta, esa hora crucial en el día y en la vida de los pueblos del interior, puede ser letal si no se toman los recaudos necesarios. Sol y calor extremos. Nadie en las calles, ni siquiera los perros dando vueltas. El canto de las chicharras recordándonos el papel que cada uno cumple.

El peligro y todos los escenarios posibles como una amenaza latente. Sin embargo durante esas pocas horas donde casi todos duermen o reposan en sus camas está la fractura al orden establecido, donde niños y díscolos pueden desafiar, resistir y desprenderse de lo que han sido hasta ese momento y crecer hacia fuera, o hacia dentro.

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