¿Sirven de algo los debates electorales? ¿O son solo un fetiche para políticos y periodistas?
Por Ignacio Muruaga
El 23 de septiembre de 1960 tuvo lugar el primer debate presidencial de la historia. Fue el duelo entre Kennedy y Nixon, que se cruzaron en una discusión sobre política interna y educación.
Las conclusiones de ese primer debate son toda una muestra de lo que le esperaba a ese formato: quienes lo escucharon por radio creen que Nixon estuvo más sólido, pero quienes lo vieron por TV mostraron más preferencia por Kennedy, que tenía más habilidades interpersonales y además había accedido a que lo maquillaran para las cámaras.
Los debates presidenciales tuvieron un largo recorrido desde entonces y se extendieron por todo occidente como una herramienta que es, al mismo tiempo, una forma de construcción de debate público y un fetiche inmenso para la clase política y el periodismo.
Cualquiera que haya trabajado en una campaña provincial o municipal de alguna ciudad grande sabe que tarde o temprano en el periodo proselitista el tema de los debates empieza a aparecer. Algún periodista lo sugiere, otros empiezan a replicar la opinión diciendo cosas como “es importante para la democracia” y luego se suben los candidatos retando a sus rivales a debatir.
Un fetiche es un objeto (o en este caso, un evento) al que se le asignan poderes mágicos o sobrenaturales. Es algo que genera obsesiones irrazonables. Los debates son de los mayores fetiches existentes en una campaña política, entre otras cosas, porque los periodistas creen que pueden usarlo para intervenir en una contienda en la que solo son actores secundarios, y los políticos creen que pueden usarlos para salvar sus campañas electorales.
La vieja máxima de que solo los que están en segundo lugar en las encuestas piden por los debates suele ser fácilmente constatable en cualquier campaña electoral. Los efectos limitados de ese salvataje desesperado también.
¿Sirven de algo los debates?
En los estudios de comunicación política es bastante amplia la literatura que afirma que los debates tienen efectos muy limitados. En general, son solo momentos de espectacularización en la que cada sector político reafirma su propia identidad. Los electores que consumen los debates ya tienen decidido su voto y los ven solo para festejar la performance del candidato que prefieren.
Dicho de otra forma, cada candidato que participa de un debate termina siendo el ganador dentro de los límites de su propio público.
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Para el periodismo, los debates son una herramienta necesaria para discutir plataformas y propuestas. Pero esa idea también es engañosa. La infinita complejidad del diseño de las políticas públicas no es compatible con una discusión enlatada, en la que los candidatos solo tienen un minuto para hacer exposiciones y los intercambios están fuertemente regulados. No son las plataformas las que se terminan exponiendo en un debate, sino los speechs electorales conformados con slogans y frases de impacto.
Las campañas electorales solo reafirman las tendencias existentes antes de la elección. Los debates solo son un hito, un evento más, dentro de esas campañas. La fantasía algo ingenua de que el gran público mira los debates con predisposición a cambiar de opinión y ser persuadido por argumentos racionales existe solo en la cabeza de quienes creen que la democracia es un foro griego.
En la realidad, un debate se parece más a una competencia de talentos o a una evento deportivo que a una discusión plagada de racionalidad. Y quienes van a eventos deportivos lo hacen para alentar a uno de los contendientes. Difícilmente un hincha de River se haga de Boca solo por ver que su equipo está perdiendo.
Lo más importante de los debates ocurre luego de los debates. Cuando los recortes del mismo empiezan a viralizarse en las redes y en los medios, contribuyendo, otra vez, a alimentar los sesgos pre-existentes.
De todas las cosas que vale la pena rescatar de nuestra democracia, el fetichismo por los debates probablemente sea una de las más innecesarias.