Resaltadas

Dulce embustera la maldita primavera

¿De qué hablar cuando la belleza brota hasta en el rincón más ordinario y absurdo de la ciudad? Quizás de la indiferencia enrevesada con la melancolía y la resignación,  camuflada entre flores por doquier, flores domésticas y flores salvajes que se marchitarán a la espera de una próxima primavera que con suerte las traerá de […]

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¿De qué hablar cuando la belleza brota hasta en el rincón más ordinario y absurdo de la ciudad? Quizás de la indiferencia enrevesada con la melancolía y la resignación,  camuflada entre flores por doquier, flores domésticas y flores salvajes que se marchitarán a la espera de una próxima primavera que con suerte las traerá de vuelta. 

El invierno está dando sus últimos manotazos de ahogado mientras se diluye entre días cada vez más cálidos y agradables. El cambio de estación es un hecho. Los árboles en las calles están floreciendo o reverdeciendo, las plantas se cargan de flores y un tapiz perecedero de colores se forma en los jardines de las casas, en las banquinas que no han sido sembradas ilegalmente y en cualquier espacio donde la naturaleza pueda crear vida.

La belleza de este llano que a menudo se ve insulso y monótono es innegable. Los atardeceres le dan el toque final a la escenografía móvil que cada año se monta con la llegada de la primavera. Mientras afuera el ciclo se repite, adentro el rumor de la primavera tarda mucho más de lo habitual en despertar.

¿De qué hablar cuando la belleza brota, voluntaria o involuntariamente, hasta en el rincón más ordinario y absurdo de la ciudad? ¿Es válido hacer gala de la melancolía que se cuela por narices y ventanas al tiempo que las mariposas distraen a transeúntes con vuelos leves como plumas que vienen flotando desde el paraíso mismo? No son pocas las veces que uno escribe como excusa para nombrar aquello que llama la atención o que yace anclado en las profundidades: un verso, una imagen tan fugaz como la vida misma.

“Supongo que creen que siempre tendrán ganas de comprar los primeros jazmines de la primavera. De llenar la casa de flores (...) Supongo que creen que la vida les va a durar toda la vida. Que la alegría les va a durar toda la vida” escribe Leila Guerriero en una de sus columnas (Teoría de la gravedad, 2020) para un diario de España y en donde el remate es una advertencia que pronto será sentencia: “Nadie nos advierte, pero el infierno vive en nosotros bajo la forma de la indiferencia.”

La indiferencia enrevesada con la melancolía y la resignación, la indiferencia camuflada entre flores por doquier, flores domésticas y flores salvajes que se marchitarán a la espera de una próxima primavera que con suerte las traerá de vuelta. 

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En algún pueblo de la llanura 

Hay libros a los que uno llega porque sus autores son reconocidos y se elevan por sobre la muchedumbre, sin embargo esos encuentros no siempre son fortuitos, algo falla y la conexión no se da, no sucede. Hace algún tiempo quise leer a Diana Bellesi, adentrarme en sus poemas y no lo logré, sentí que una pared dejaba oculto algo que no acabaría nunca de vislumbrar y entender.

Por cosas de la vida, unos días atrás, conseguí un ejemplar casi inhallable de Zavalla, con z (Editorial Municipal de Rosario, 2018) un librito breve en todas sus formas, donde Diana escribe en unas pocas páginas los recuerdos de su infancia y adolescencia en Zavalla, un pueblo cercano a Rosario. 

En el patio de la casa familiar es que la poeta descubre que su destino está sellado: “Este es un recuerdo suntuoso: tendría dos años, o tres, es una mañana de septiembre y brilla el sol sobre las cosas. Mi mamá me despierta y me lleva en brazos a los fondos de la casa (...) allí me dice dulcemente “voy a mostrarte qué es la primavera”. Me señala las flores de paraíso y me hace sentir su perfume (...) Fui feliz, el momento más feliz de mi vida…” En los recuerdos de Diana Bellesi muchos pueden reconocer esquirlas de su propio pasado. Familias de inmigrantes, padres y madres que trabajan de lo que sea, una educación y una vida signadas por las estrictas normas de los habitantes de cualquier pueblo del interior. En su prosa abunda la poesía y esa forma de mirar tan única, propia de los poetas. 

En ella misma y en muchos de los vecinos del pueblo ese destino poético comienza a pesar, a nadie le pasa desapercibido que esa chica tan libre y de izquierda cada día se vuelve más rara y peligrosa para la moral local: “...empecé a ser la chica rara del pueblo y se inició esta relación conflictiva que tengo con él. Es lindo el pueblo, todos lo son, no hay atardeceres como los del campo en la llanura (...) pero es un infierno para una chica de dieciséis.”

Con el correr de los años Diana se marcharía del pueblo para estudiar filosofía y después para recorrer a pie varios países latinoamericanos. Al volver y asentarse en Buenos Aires, la poeta se forjaría un lugar en la poesía argentina.Y mientras leo de una sentada el libro, busco La rebelión del instante (Adriana Hidalgo editora) que tanto me había repelido antes y casi en la primera página hay un poema a modo de mantra, un mantra de primavera que reza: «esos lirios amarillos / esas calas y los rojos / plumerillos las coronas / y las copas los jazmines / y las rosas los gigantes / y los yuyos diminutos / como es tanto mejor nada»

Cuerpos a la intemperie

En la misma librería donde encuentro casi por milagro el libro de la Bellesi compro también el nuevo poemario de Tomás Litta y algunas postales que retratan flores en paisajes variados de Tierra del Fuego. Unas montañas nevadas, unas flores rosadas. Esa misma tarde, a la hora de la siesta, leemos los poemas de Tomás con una amiga sentados en reposeras que apenas nos sostienen.

A diferencia del primer libro, en Extensión del cuerpo el desamor y la búsqueda incesante por sanar las heridas pegan de lleno en la cara de los lectores. El yo lírico asiste a la muerte y a la disolución de una relación que se terminó, que ya no existe más, que pronto será un manojo de recuerdos dolorosos. La voz del poeta revela cuál es su única misión en pleno duelo: «Mientras la vida / simplemente pasa, / mi único deber / es hacer sobrevivir / un cuerpo vacío.»

Terminamos de leer los poemas y la melancolía por una historia de amor que no tuvimos nos embarga, casi que también sentimos vacíos nuestros cuerpos. Frente a nosotros, en un cantero no muy grande, unas amapolas florecidas esperan a ser alcanzadas por cualquier vientito que las despoje de sus pétalos y el ciclo vuelva a comenzar para ellas una vez más. 

Mucho más tarde todavía, cuando ya estoy de regreso en mi casa, vuelvo a los poemas de Tomás y por lo bajo, casi en un susurro, leo: «Esperar la primavera / en un rincón de la cama / hacer del corazón un ovillo. / Llenar la casa de plantas / ponerles nombres / presenciar lo que nace y muere / ser mi propio aprendiz.

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