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Alienación en la comida: distopías en el mundo alimentario

Vivimos atravesadas y atravesados por la cultura de la industrialización a mansalva, donde el consumo individualista es ley y los simpáticos productos envueltos en paquetes coloridos, repletos de agrotóxicos, están en nuestras alacenas. ¿Qué herramientas tenemos a nuestro alcance para deconstruir nuestra cultura alimentaria? Por Magdalena Gavier En la columna anterior hice referencia a los […]

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Vivimos atravesadas y atravesados por la cultura de la industrialización a mansalva, donde el consumo individualista es ley y los simpáticos productos envueltos en paquetes coloridos, repletos de agrotóxicos, están en nuestras alacenas. ¿Qué herramientas tenemos a nuestro alcance para deconstruir nuestra cultura alimentaria?

Por Magdalena Gavier

En la columna anterior hice referencia a los productos y los alimentos, e intenté poner en cuestión algunas tramas de la realidad para, al menos, empezar a cuestionarnos lo que metemos a nuestros cuerpos. 

En esta columna desentramaré en profundidad lo que significan los productos y lo que significan los alimentos. 

Además, mediante una instancia de diálogo con Marianela Rojos*, Licenciada en Nutrición (MP:3000), intentaré explicar y retomar algunos conceptos para inspirarnos y, de alguna manera, des-enajenar de este sistema alimentario. 

*Marianela Rojos es Licenciada en Nutrición especializada en salud social y comunitaria; trabaja bajo un enfoque de Derechos, salud colectiva y soberanía alimentaria. Además, es Nutricionista comunitaria en barrios populares, comedores comunitarios y grupos de mujeres. Es docente de la cátedra Política Alimentaria en la Escuela de Nutrición (Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Córdoba). También es integrante de la Feria Agroecológica de Córdoba y Feria Serrana Agroecológica de Unquillo y otros colectivos y cooperativas vinculadas a la soberanía alimentaria y agroecología con perspectiva de género.

Recrear el recorrido

Para poder hacer un reconocimiento y poder elegir realmente qué comer es sustancial que podamos recrear el recorrido que hizo ese alimento o producto (una vez recreado el recorrido probablemente podamos definir qué es con criterio). En este sentido, propongo tener en cuenta tres aspectos a la hora de recrear el recorrido: historia, origen-producción y destino.

Uno: historia

Para entender este aspecto debemos preguntarnos ¿de dónde viene lo que como? Y para dar respuesta, es necesario reivindicar la historia de los espacios que habitamos

¿Qué se cultivaba en la localidad donde vivo hace 20, 50 o 100 años? ¿Cómo lo hacían? ¿Son esos cultivos los mismos que prevalecen ahora en este espacio? Probablemente nos cueste encontrar respuestas a estas preguntas. Parece casi imposible pensar una Córdoba, por citar un ejemplo, sin tanta soja. La soja, que en Argentina representa más del 53% de los granos cultivados en el país, es en realidad oriunda de los territorios de Japón, Corea, China, Vietnam y Taiwán. Empezó a cultivarse a gran escala en nuestro territorio a partir de 1970. 

Y así, como sucede con la soja, encontramos similitudes en otros cultivos y productos. ¿Qué se comía entonces? En Córdoba, siguiendo con el mismo ejemplo, por su vegetación originaria, se consumían esencialmente frutos de árboles del Mistol, el Chañar y el Algarrobo), maíz, quinua, porotos, papas, batatas y zapallo. Actualmente la diversidad de lo que comemos cambió, lógicamente, porque la sociedad no es la misma que cuando habitaban las sociedades Comechingones y Sanavirones en la provincia. 

Algarroba - Fuente: Google

Nos explica Marianela que para reivindicar la historia de los alimentos es importante tener en cuenta “el cuidado de la naturaleza y de los ecosistemas, las condiciones socioculturales que prevalecen en torno a la producción de los alimentos, los atributos de inclusión y la justicia social (es decir que puedan ser alcanzados por la mayoría de la población), la preservación de la cultura y, por sobre todo, de la identidad en un territorio”. 

Dos: origen-producción

Aquí hay dos caras de la misma moneda: el origen, que refiere al lugar físico de donde proviene lo que consumimos, y todo lo que involucra a la forma de producción. Para desentramar un poco más el concepto origen propongo seguir cuestionandonos: ¿de dónde viene lo que consumo? En este punto traigo algunas preguntas simples de hacer, pero no siempre tan fáciles de responder: si compro por ejemplo un paquete de galletas de agua, ¿de qué marca es? ¿Dónde está esa fábrica? ¿De dónde proviene la harina que usan? ¿De dónde el aceite y el agua? ¿Son ingredientes locales?

Tomates de huerta - Imagen propia

En ese sentido, las formas de producción también siguen la misma línea, y para eso sigo insistiendo en hacer más preguntas: ¿la fábrica se integra a la comunidad donde está ubicada? ¿Quiénes lo fabrican? ¿Reciben un trato laboral justo? El plástico del envoltorio ¿de dónde viene? ¿Cuántas gestiones logísticas se hicieron para que todos los ingredientes lleguen a la fábrica y luego para que ese paquete llegue a la despensa? 

Además, en torno a las materias primas que se utilizan, los agregados que tienen y las formas de elaborar, Marianela nos explica que en la mayoría de los “ingredientes” de los productos hay “azúcares refinados, grasas harinas o carbohidratos refinados (…) todo eso es un combo exitoso para la industria alimentaria por lo que generan nuestros paladares lleno de aditivos, conservantes, saborizantes, colorantes, realzantes del sabor, un montón de sustancias químicas que tienen también una fuerte influencia en nuestra salud por los desórdenes metabólicos que generan”. 

Concluyendo en este aspecto, si reconocemos que lo que vamos a consumir tiene en cuenta el cuidado del ecosistema donde se produce, se hace bajo condiciones laborales formales y justas, fortalecen y preservan la cultura y la identidad del territorio, es accesible. Para saber si el alimento es sano, soberano y saludable podemos pedir (y exigir) información a quienes producen lo que consumimos. Una pista: entre más engranajes haya en la cadena, más difícil va a ser averiguarlo. 

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Vamos a un ejemplo: si compro puré de tomates en el supermercado, probablemente esté consumiendo pulpa de tomate, azúcar y algún conservante, y seguramente resulte complejo conseguir información acerca de su origen. En cambio, si compro tomates en una Feria Agroecológica  (para hacer lo mismo de manera casera) pueda tener acceso simple y comprobable a la información que pida respecto de su origen y forma de producción.

Tres: destino 

Este último aspecto es quizás uno de los más olvidados: ¿a dónde va lo que consumimos? Además de alimentar a nuestros estómagos y dar energía a nuestros cuerpos, ¿qué pasa con lo que “sobra”? Aquí cabe mencionar que vamos a hacer una distinción entre lo que consumimos que tiene su envoltorio natural (frutas, verduras, legumbres, semillas, etc.) y lo que tiene envoltorio artificial (todo lo que viene empaquetado en plástico, metal, cartón, etc.). 

Cuando consumimos una verdura o fruta, podemos compostar su cáscara (en caso de que decidamos no consumirla) y así, simplemente, vuelve a ser parte de la tierra. Simple. Cuando compramos legumbres, frutos secos o semillas, podemos elegir hacerlo en un lugar que venda a granel, es decir suelto, y llevar nuestras propias bolsas, frascos, o recipientes para llevarlas sin necesidad de generar un residuo. 

En cambio, cuando compramos un paquete de arroz blanco, tenemos un paquete de plástico que, en caso de que lavemos, sequemos y enviemos a reciclar (y esto realmente suceda), puede ser utilizado como potencial recurso, y si esto no sucede generamos un residuo que termina en un basural y que demora más 150 años en degradarse parcialmente, y que nunca podrá integrarse realmente a la tierra porque es artificial en su origen.

Pan integral de Flor de cielo, de la Feria Agroecológica. Ejemplo de alimento sano, soberano y seguro.  Imágenes de Marianela Rojos
 Pan industrial. Ejemplo de producto procesado e industrializado. 




Alienación en nuestros platos

La alienación alimentaria no sólo existe en el polvo empaquetado que agregando agua mágicamente resulta ser “puré de papas”, o en harinas blancas refinadas que poco tienen que ver con las semillas de trigo. Esta pérdida de la noción de lo que comemos existe también, y en especial, en los productos de origen animal: lácteos, derivados lácteos y animales muertos. 

Si bien en esta oportunidad no ahondaré en el tema, creo importante mencionar que los lácteos pocas veces provienen de pastizales abiertos donde las vacas viven “libremente” y son felices. Es ficción. Además de que las vacas lecheras no existen (y las que utilizan son en realidad producto de años de modificación genética, violación sistémica y robo de sus crías), la industria láctea se ha esforzado por hacernos creer que consumir eso es vital para crecer fuertes, cuando en realidad es vital nada más que para su propia cría. 

Por citar un ejemplo de cómo la industria va modificando y acomodándose para zafar de lo que las personas nos animamos a cuestionar, hasta hace algunos años todos los envases de productos lácteos tenían la imagen de una vaca pastando en un campo, algo así como en su “hábitat” natural. En los últimos años esa ficción marketinera fue imposible de mantener y, también a modo de apuesta para que las personas no nos preguntemos si realmente eso era así, las principales empresas lácteas decidieron quitar a la vaca de sus envases y dejar la leche sola. Sin vaca. Como algo que aparece mágicamente en ese sachet o Tetrapak. Y no sólo eso, incluso una se animó a más y puso una jirafa bebé con una escalera en uno de los envases de leche para bebés. Totalmente desconectado y sin sentido. Eso es alienar y engañar a conciencia. 

Imagen: Google

Lo que llega a nuestra mesa no es sólo eso que vemos

Detrás de cada plato, como podemos ver, hay un sinfín de factores que hacen que haya llegado, que se haya producido, que se haya vendido, que exista. Recrear el recorrido de lo que consumimos nos permite, al menos, reflexionar acerca de su historia, de sus formas de producción, y del destino que tiene su empaque (cualquiera que sea). Hacer y hacernos preguntas permite mantener una postura crítica y activa y nos da la posibilidad real de elegir qué consumir. Quizás sea incómodo al principio, pero es un ejercicio que vale la salud (y no la pena) hacer. 

Como mencionaba en la columna anterior, la alimentación es una acción colectiva, política y cultural: es importante que asumamos la responsabilidad de nuestra alimentación, no podemos seguir esperando que quienes están en el poder “representando” al pueblo tomen las decisiones que deberían haber tomado hace tiempo y empiecen, como por obra de magia, a velar por la sociedad a la cual representan. Sabemos, y pudimos comprobarlo ante la ineficiencia que demostraron a la hora de tratar la Ley de Etiquetado Frontal, que en su mayoría están representando al lobby empresarial e industrial. 

Por eso es imprescindible que como sociedad actuemos colectivamente, desde el cuidado, el respeto y la empatía por las otras especies y la conciencia activa. Nadie dijo que fuera fácil, pero como todo, es una cuestión de hábitos. Y si como sociedad adquirimos estos hábitos, quienes producen tendrán que tomarlos también, o al menos escucharnos. 

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