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Productos o alimentos: ¿qué te estás comiendo?

¿Alguna vez te preguntaste qué ingerís exactamente cuando comés algo? Para intentar comprender de una manera más acabada a qué nos estamos refiriendo con esta pregunta, voy a intentar desmenuzar algunas cuestiones y conceptos.  Por Magdalena Gavier Primero: ¿qué llevamos a nuestra boca y a nuestros cuerpos?  Desde el primer momento, cuando nos están gestando, […]

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¿Alguna vez te preguntaste qué ingerís exactamente cuando comés algo? Para intentar comprender de una manera más acabada a qué nos estamos refiriendo con esta pregunta, voy a intentar desmenuzar algunas cuestiones y conceptos. 

Por Magdalena Gavier

Primero: ¿qué llevamos a nuestra boca y a nuestros cuerpos? 

Desde el primer momento, cuando nos están gestando, ingerimos nutrientes a través de la placenta. Luego, al nacer, en la mayoría de los casos ingerimos leche materna, que puede ser de la misma persona que nos gestó, de una nodriza o, en su defecto, la llamada “leche de fórmula” hecha a base de leche materna vacuna, que nos invita a un debate muy amplio que abordaremos en próximas columnas. 

En nuestras infancias y a lo largo de la vida adulta lo que ingerimos va variando y cambiando muchísimo: depende del contexto social y cultural, los círculos afectivos, la familia, y algunas variables más que van haciendo que consumamos de una u otra manera. 

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Pero, a grandes rasgos, podemos decir que la población argentina consume grandes proporciones de harinas procesadas (en formas que varían mucho como fideos aparentemente inocentes, hasta galletas) y glucosa (que también varía: puede ser en forma de frutas y legumbres hasta en galletas, helados y gaseosas). 

A esos productos se le suman: frutas y verduras (que son lo que primero ingerimos luego de la leche materna), lácteos y derivados lácteos (hechos con leche materna vacuna en su mayoría) y carne de animales no humanos (que alguien cría y alguien luego mata para que podamos elegir qué comprar en pedacitos en la carnicería o en el supermercado). 

Productos: lo que no se ve

Hay un estudio que se hizo en Inglaterra acerca de los efectos del consumo de productos procesados (UTF por sus siglas en inglés que significan comida ultra procesada) en niñes. El estudio se realizó con un corpus de 3996 niñes de entre 3 y 8 años y expuso resultados poco alentadores: además de demostrar que un mayor consumo de comida ultra-procesada se asocia con un mayor aumento de la grasa corporal, una alteración en las capacidades de regular el apetito (por consumir productos que no alimentan), pero también una reducción sustancial en el coeficiente intelectual: quienes habían consumido productos ultra-procesados demostraban una disminución de 1,67 puntos en el coeficiente intelectual (QI); mientras que el otro grupo que consumía alimentos sin procesar (verduras, cereales enteros, fruta, etc.) evidenció un aumento de 1,20 puntos en el QI.

Salvando las distancias, podemos trasladar algunos resultados a Argentina ya que los principales productos que se encuentran en los kioscos, despensas y supermercados de nuestro país son de las mismas marcas que en Inglaterra (en su mayoría multinacionales). Porque, además de tergiversar nuestros paladares, se devastó la producción autogestionada y local.   

Entonces, trayendo los datos y efectos a nuestro país, donde también la mayoría de esos productos están subsidiados (en el origen de su materia prima o en alguna parte de su proceso productivo), tenemos que entender la gravedad y la urgencia de que la población tenga un coeficiente intelectual reducido: ¿somos conscientes de lo que eso significa? Implica que tendremos menos posibilidades de elegir, de pensar y de decidir, y eso se traduce nada más y nada menos que en: menos libertad (derecho teóricamente asegurado por nuestra Constitución Nacional). 

El fetiche de lo procesado 

¿Por qué asociamos los embutidos (salchichas, fiambres, etc.), los dulces, los procesados y las gaseosas a lo festivo o a los premios? 

En un cumpleaños hay panchos para les niñes y sándwiches de miga para adultes; si le queremos dar ánimos a alguien encontramos a ese chocolatito aliado que dice “Te quiero” en su etiqueta color lila; si queremos celebrar algún logro nos tomamos una gaseosa que dice auspiciar nuestros momentos felices. 

Y esto no es casual: se nos educó el paladar (y todos los sentidos) de modo tal que podamos pensar en un producto específico para cada ocasión. Nuestro cerebro se fue programando desde nuestra infancia en que si consumimos esos productos vamos a ser fuertes, vamos a crecer en altura, y hasta que seríamos felices si tomábamos ese líquido oscuro con burbujas. Y así es que en los recreos de la escuela y en los kioscos y despensas de todo el país fuimos desterrando sin darnos cuenta lo que la industria quiso, e imponiendo sus paquetes coloridos y de falsas promesas. 

El alimento como respuesta activa

Asumiendo que la alimentación es una acción colectiva, es que resulta urgente construir criterio para que las personas puedan tomar decisiones responsables. ¿Y qué significa esto? Informar, exigir que nos informen y, claro, informarnos como consumidores.

Pero la alimentación no es solo una acción colectiva. Es una acción colectiva y política, con todo lo que esa palabra (que muchas veces incomoda) implica. Y es importante que asumamos conciencia de lo que eso significa: nuestros hábitos de consumo son una conformación de la cultura y, como tal, la cultura es cambiante. La cultura no es un velo que nos ponen de acuerdo con el país en que nacemos: a la cultura la hacemos las personas habitando los espacios, tomando acciones en las calles, conversando, reclamando, comprando, y también callando. 

Por eso es tan importante que podamos visibilizar estas problemáticas, que no nos quedemos con un comentario que escuchamos, ni esperemos a que se promulguen las leyes de etiquetado (que también son necesarias y urgentes) para empezar a consumir más conscientemente. Podemos empezar a hacerlo ahora. ¿Cómo? A continuación, te dejamos algunas propuestas. 

¿Qué podemos hacer desde casa?

Por un lado, te propongo apostar al consumo local y libre de agrotóxicos en frutas, verduras, cereales y legumbres (que constituyen el 65% del “óvalo” nutricional para Argentina). Podés darte una vuelta por la Feria Agroecológica de Córdoba y comprar a productores que cultivan y venden sus alimentos.

Leer las etiquetas antes de elegir comprar los productos. Cuando revises los ingredientes que lo componen, fijate que en lo posible sean locales y libres de agrotóxicos (spoiler alert: el aceite de palma no se hace en Argentina, el jarabe de maíz alto en fructosa es un ultra procesado con características adictivas equiparables a la cocaína, y ni la harina blanca refinada ni la azúcar blanca contienen aportes nutricionales en absoluto). 

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En lo posible, optá por opciones integrales (como harina de trigo integral, o harina de arvejas, de maíz, centeno, garbanzos, arroz, etc.) y en variedad (no siempre la misma). 

Si podés, elegí la comida casera real (hecha en tu casa o comprada a emprendimientos que utilicen alimentos nobles en sus preparaciones) antes que comprar comida empaquetada.

Por último, te propongo investigar, informarte, compartir la información que leas o veas, conversar con tus amigues acerca de la alimentación. 

Como mencionaba antes: la alimentación es una acción colectiva, política y cultural, y eso nos interpela a ser agentes actives y tomadores de decisión. Es decir, una alimentación basada en criterios construidos de forma consciente. 

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