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¿Qué es la soberanía alimentaria y cómo ejercemos nuestro derecho a elegir qué comer?

Todos los pueblos deberían poder definir sus propias formas de producción de alimentos, donde se respeten las circunstancias sociales, culturales, históricas, económicas y políticas. Actualmente, la soberanía alimentaria es una aspiración, no existe como un derecho real pero sí existen las pautas para poder alcanzarlo. Por Magdalena Gavier En Argentina, sólo en el año 2018, […]

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Todos los pueblos deberían poder definir sus propias formas de producción de alimentos, donde se respeten las circunstancias sociales, culturales, históricas, económicas y políticas. Actualmente, la soberanía alimentaria es una aspiración, no existe como un derecho real pero sí existen las pautas para poder alcanzarlo.

Unión de Trabajadores de la Tierra trabajando por la soberanía alimentaria.

Por Magdalena Gavier

En Argentina, sólo en el año 2018, se utilizaron 525.000.000 litros/kilos de agrotóxicos para fumigar campos destinados a la siembra de granos. Teniendo en cuenta la población argentina, en promedio, esto equivale a 11,9 litros/kilos por persona por año.

Fuente: Red Universitaria de Ambiente y Salud

El total de agrotóxicos que se maneja en nuestro territorio se utiliza para “cuidar” la siembra que, en nuestro país, está liderada por la producción de soja (42,9%), maíz (22,8%) y trigo (15,9%).

Datos obtenidos a partir de estadísticas publicadas en el sitio web del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca; el gráfico está hecho por Felipe Schenone en base a esos datos y publicado en Wikipedia.

Según el informe “Destino de la Producción Argentina de Soja” del Ministerio de Agroindustria, entre 2000 y 2016 se duplicó la producción de soja. Podríamos suponer entonces que este aumento en la producción significa una reducción del hambre mundial, o por lo menos de Argentina, pero no. Cada día hay más personas en situación de pobreza en Argentina (más del 50% de la población) y cada día la situación de inseguridad alimentaria y desnutrición mundial aumenta (se estima que casi 690 millones de personas pasan hambre).

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No es casual: según afirma este mismo documento, “el grano de soja en Argentina se embarca en su mayor parte a granel y se destina a la industrialización que tendrá como finalidad el consumo animal en los países importadores”. Aunque la ganadería aporta solo el 18% de las calorías del mundo y el 37% de las proteínas, ocupa el 83% de las tierras cultivables (teniendo en cuenta la tierra donde se cultivan granos que son destinados al engorde animal más el espacio físico que ocupan los animales en cuestión, que viven en condiciones de deplorables de encierro y hacinamiento).

Esto, además de perpetuar un sistema económico que sólo beneficia a unas pocas personas, degrada nuestro territorio, atenta contra todas las especies que habitamos el planeta y reproduce cada vez más desigualdad. Del total de soja que se produce en Argentina, aproximadamente el 85% se exporta (principalmente a China). Pero no para el consumo humano, sino para el engorde de personas no humanas en granjas industriales. Es decir, casi todo va destinado al engorde de cerdos que luego serán matados y destinados al consumo de algunas personas que tienen el ¿privilegio? económico para pagar un pedacito de animal muerto.

No es casual que China siga intentando instalar sus benditas granjas porcinas en nuestro territorio: con una módica inversión económica que “colaboraría” con el desarrollo económico de nuestro país, se ahorrarían miles de millones en trasladar granos de aquí hacia allá. Tendrían la soja directa del campo argentino a las granjas porcinas. Y al pueblo argentino le dicen que en realidad sólo buscan generar puestos de trabajo y colaborar con el desarrollo de la economía. ¡Qué colaborativo y buena onda se puso el gobierno chino! Nos quiere facilitar puestos de trabajo en fábricas de muerte y, de paso, lavarse las manos de la cantidad de dióxido de carbono que generaríamos con sus fábricas del horror.

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La ecuación es simple: quienes tienen tierras, tienen el dinero. Y sabemos muy bien que quienes tienen el dinero, tienen el poder. Pero ni aquí ni en la China (literal) quienes tienen poder suelen decidir en pos de los intereses del pueblo: invierten y re-invierten esos miles de millones en perpetuar este sistema les permite seguir manteniéndose arriba a costas de un planeta al borde del colapso y una sociedad que intenta resistir como puede. 

La industria farmacéutica hasta en la sopa

La industria farmacéutica es monopólica, usurera y viene de una misma dinastía, que tiene distintos nombres, pero más o menos el mismo apellido en Argentina y en todo el mundo.

Flavia Broffoni explica muy bien la pequeña novela de fusiones en su libro “Extinción”:

“En 2015 Dow se fusionó con Dupont —que ya había comprado Pioneer— creando Corteva Agriscience. En 2017, luego de una puja con Monsanto, la estatal ChemChina absorbió a Syngenta, y en 2018 Bayer finalmente terminó adquiriendo la corporación con menos legitimidad pública del mundo luego del Tribunal Internacional que marcó en 2015 la muerte simbólica del gran monstruo: Monsanto.”

Actualmente son tres las multinacionales farmacéuticas (Bayer/Monsanto, Dow/Dupont, Syngenta/ChemChina) que controlan el 60% del mercado mundial de semillas y el 71% del mercado de agrotóxicos. Esta industria, que es amiga íntima de la agropecuaria y, por consecuencia, de la ganadera, es la principal generadora y movilizadora de capital de Argentina (juntas, representan el 60% del total de divisas). ¿Para qué se usa ese dinero? En su mayoría para pagar la deuda externa. 

Es importante conocer estos nombres y estos números para comprender por qué ocurre lo que ocurre: nada es un hecho aislado ni desinteresado. No es casual que la misma industria sea la que promueva un sistema extractivista y violento. Es esta industria la que genera productos (agrotóxicos) que enferman a la tierra, luego nos venden directa o indirectamente productos (comestibles ultraprocesados) que nos enferman a las especies (humanas y no humanas) y luego aparecen con la cura en forma de pastilla blanca impoluta. 

Es la misma industria la que nos enferma gratis y después vende la cura. Y pagamos con nuestros cuerpos.

Rocío Actis, especialista en Clínica Médica y diplomada en Psiconeuroinmunoendocrinología (MP: 39.580) explica que “cuanto más contaminado esté nuestro entorno, más contaminados vamos a estar nosotros, más enfermos y con menos bienestar”. 

Además de la cantidad de trastornos asociados al consumo (directo o indirecto) de agrotóxicos, como por ejemplo el cáncer, afecciones respiratorias y malformaciones genéticas, enferman el ecosistema: “no podemos separar el ser humano de su entorno, así como el de ningún animal”. Entonces, “es importante hacernos responsables de nosotros mismos, de nuestras acciones”. En ese sentido, explica, “cuantas menos cosas de afuera necesitemos, mejor vamos a estar: si yo tengo que consumir muchos medicamentos debería preguntarme por qué, si hay algún profesional que me pueda ayudar de otra forma o debería cambiar mis hábitos de consumo (por ejemplo, alimenticio o de ejercicio) o modificar algo en el espacio que habito”. 

En este sentido, como hice referencia en la columna anterior, es importante volver a cuestionarnos acerca de la generación, producción y consumo de comestibles ultraprocesados y desmenuzar a quiénes les sirve que seamos una población pasiva, adicta a sabores y olores artificiales y enferma. Además de los perjuicios que genera en la población, explica Rocío Actis, “la generación de ultraprocesados implica mucho más consumo de agua, desintegración de las materias primas, genera más residuos indigeribles para la naturaleza, y mayor impacto en la huella de carbono”. 

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Caminar hacia la soberanía alimentaria

El concepto surge hace más de 70 años luego de la Declaración Universal de Derechos Humanos, pero se empezó a difundir en 2007 a partir del Foro por la Soberanía Alimentaria que se hizo en Malí (organizado por la Marcha Mundial de Mujeres y Vía Campesina) donde se le dio un enfoque mucho más estratégico y amplio, que se materializó en la Declaración de Nyéléni.   

La soberanía alimentaria es el derecho de los pueblos a definir sus propias formas de producción de alimentos, donde se respeten las circunstancias sociales, culturales, históricas, económicas y políticas. Este derecho incluye el acceso a una alimentación real, apropiada, nutritiva, segura y saludable. Además, contempla que tanto el acceso a la alimentación como las formas de producción sean justas, sostenibles en el tiempo, acordes y respetuosas con el ecosistema y logren la capacidad de mantenerse a sí mismas. 

Este documento, además de su esencia revolucionaria e interseccional, es importante porque reivindica y pone en valor la voz de las mujeres, que continúan teniendo un rol fundamental en la lucha por la soberanía alimentaria, en el mundo rural y en la historia de la alimentación de los pueblos. 

Dato: el nombre “Nyéléni” es en homenaje a una leyenda africana que resignifica la historia de una mujer en un entorno rural y desfavorable.

La soberanía alimentaria es una aspiración, actualmente no existe como un derecho real y tal cual se planteó en aquel Foro, pero nos da las pautas para poder alcanzarla:

Procurar volver a conectar con la naturaleza y comer lo más cercano a ella que podamos. Rocío Actis explica “no es tan normal tener todo tipo de frutas y verduras en cualquier momento del año. Es importante revisar los calendarios de siembra y, si no es posible cultivar nuestros propios alimentos, consumir lo que sea de estación. Por ejemplo, en invierno cítricos que nos protegen de infecciones gracias a la vitamina C, y en verano melón, sandía, duraznos, etc. que nos protegen de la deshidratación”. 

En relación a este punto, quiero retomar la importancia de que como sociedad continuemos luchando por el cumplimiento real de la nueva Ley de Etiquetado Frontal, aprobada recientemente. “La ley ayuda a saber realmente qué tan procesado está el producto que voy a comprar y qué tantos aditamentos tiene”

Soledad Barruti, periodista y activista por el derecho a la alimentación explica de qué va la cuestión y cuáles son los próximos desafíos para que la ley se regule y cumpla de manera genuina: 

Reflexionar acerca de los vínculos con lo que consumimos. Otra pauta para caminar firme hacia una soberanía alimentaria real, explica Rocío, es empezar a preguntarse sí lo que estoy comiendo me ayuda a procesar lo que estoy transitando y viviendo, o si en realidad me quita herramientas para poder hacerlo”. Se nos ha enseñado que los alimentos son meros combustibles para nuestro cuerpo, pero en realidad somos seres complejos que se conforman por lo que comemos, vestimos, pensamos, hacemos y dialogamos. “Todo lo que atraviesa nuestros cuerpos y vínculos (con nosotros mismos, con otras personas y con el ecosistema) nos conforma”.

Investigar y exigir información. Buscar datos, cuestionarnos el por qué de lo que sucede y debatir acerca de los intereses que circundan alrededor de las decisiones políticas de quienes deberían velar por el bienestar del pueblo son algunas de las acciones concretas que podemos empezar a hacer ya. En ese sentido, también explica Rocío que “debemos generar espacios de concientización, continuar con la transmisión del mensaje y reivindicar nuestro derecho al conocimiento”. Y por último, “no olvidemos de involucrarnos en los procesos de producción, aunque sea con un experimento como plantar una semilla y ver el tiempo que demora en dar un fruto, todo lo que tengo que invertir en cuidarla y después de eso cuánto tarda en degradarse el residuo que se genera. Ese pequeño experimento abre mucho la cabeza y nos ayuda a ser más soberanos”.

Activar de manera colectiva. Promover y participar en espacios donde podamos trabajar con otras personas, ampliar la perspectiva de las problemáticas sociales y ambientales, profundizar discusiones honestas, intercambiar ideas. El diálogo sincero construye puentes y despierta conciencia. 

Tenemos que hacer valer nuestro derecho a la alimentación soberana desde una lucha basada en criterios construidos de forma consciente. 

Si tenés comentarios, dudas, aportes, sugerencias, ideas, lo que sea, ¡escribinos! nos encantaría leerte. Podés escribir a cualquiera de las redes de El Resaltador (Instagram, Facebook o Twitter) o enviarnos un mail a: [email protected]

Cristian Dominguez

Redactor y co-productor de contenidos para el sitio web y las demás plataformas de El Resaltador.
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