Hace más de un año, la humanidad atraviesa una crisis sanitaria que se ha cobrado miles de vidas y ha hecho temblar al sistema en que vivimos. En 100 años caben infinitos escenarios, pero en los tiempos actuales, las amenazas biológicas alarman a la sociedad.
Por Agustina Bortolon
Esta semana detectaron en China el primer caso de contagio en humanos de una nueva cepa de gripe aviar (H10N3). Automáticamente, se encendieron las alarmas por parte de la sociedad, quienes después de más de un año inmersos en la pandemia por Covid-19, pensamos que nada peor puede pasar.
Sin embargo, fuentes oficiales rápidamente salieron a aclarar que el contagio de esta cepa de humano a humano es extremadamente raro, por lo que -por el momento- no hay motivos fundados para preocupación.
A raíz de esta situación, revisemos un poco la historia, para hablar de otras enfermedades infectocontagiosas protagonistas en el pasado, y cómo cada una de ellas fue modificando los hábitos de la población.
Para empezar, ya desde la Prehistoria existen registros de diferentes enfermedades infecciosas que afectaron al hombre y a otras especies animales y vegetales. Posteriormente, en la Antigua Grecia, cuando aparecía una enfermedad potencialmente grave que se diseminaba rápidamente, se asociaba a un castigo divino.
Esta idea del castigo divino se vio incrementada en la Edad Media, cuando aparece en Europa la peste bubónica, alrededor del siglo XIV. Así, la solución a esta peste fue buscar la forma de redimir los pecados y aplacar el enojo de Dios, mediante ruegos, súplicas, rezos y penitencias.
Tuvieron que pasar muchos años para que en 1800, Pasteur planteara la Teoría microbiana de la enfermedad; hecho que sentó un precedente para el desarrollo de la microbiología que permite identificar las causas de las distintas enfermedades infectocontagiosas. En la actualidad, gracias a los avances de la ciencia, sabemos que los virus y las bacterias son principalmente los causantes de estas enfermedades.
Argentina, desde 1580, se vio afectada por múltiples epidemias; llamadas antiguamente “pestes”. Entre ellas, la viruela y el tifus se destacaron entre la población del Río de la Plata, potenciadas por el constante comercio de esclavos.
El primer brote de viruela se cree que fue en el año 1536. Años después, cuando la ciudad de Buenos Aires se estableció en los márgenes del Río de la Plata, en 1588, su población sufrió un nuevo brote de esta enfermedad; expandiéndose a otras regiones alrededor de 1590. Hubo otros brotes de viruela posteriormente, en 1621, 1660, 1701 y 1717, constituyendo una amenaza latente para la sociedad de la época.
Por su parte, el tifus o la fiebre tifoidea, apareció por primera vez en Argentina en el siglo XVII, con la llegada de los primeros esclavos. Se expandió por diversas regiones, principalmente Tucumán, Córdoba y Buenos Aires, diezmando significativamente a la población.
Ya para principios del siglo XIX, puntualmente en 1818, nuestro país sufre el primer ataque de cólera. Sin embargo, el más recordado es el brote de 1867, cuando la enfermedad comienza a expandirse rápidamente, amenaza que duró aproximadamente tres años. Como medidas para paliar esta situación, se suspendió la circulación de trenes, personas y cargas, y se establecieron cuarentenas que no resultaron tan efectivas, por los escasos controles y por las pobres condiciones de higiene y salubridad de aquel tiempo.
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De todas formas, un hecho bisagra en nuestro país, fue la llegada de la fiebre amarilla en enero de 1871, que cambió radicalmente la historia para siempre. Se transmitía por mosquitos infectados (aunque en ese momento se desconocían las causas), originándose en el barrio de San Telmo en Buenos Aires, incrementada por las condiciones insalubres de vivienda (contaminación, falta de agua potable, una alimentación deficiente, falta de cloacas) y el hacinamiento, lo que hizo que rápidamente se dispersara por otros lugares, reduciendo la población de la ciudad en un 8% (una cifra muy significativa teniendo en cuenta la cantidad de habitantes de aquellos tiempos).
Claro está que esta epidemia no afectó a todos por igual (cualquier similitud con la actualidad, es pura coincidencia), debido a que las personas que tenían mayor poder adquisitivo, pudieron elegir y se fueron de la ciudad en medio del brote para refugiarse en la zona norte (entre ellos el Presidente y Vicepresidente de ese momento, Domingo Faustino Sarmiento y Adolfo Alsina, respectivamente), hecho que propició una redistribución geográfica, de la que luego surgieron nuevos barrios. Además, la fiebre amarilla hizo que la administración pública se paralice casi en su totalidad, y sólo dos diarios sigan emitiendo ediciones de emergencia (La Nación y La Prensa).
La ciudad quedó prácticamente vacía y con sus pobladores en cuarentena. El sistema médico también se vio colapsado por la incrementación diaria de los casos, e incluso, debido a la cantidad de muertos, se creó un nuevo cementerio, actualmente conocido como el Cementerio de La Chacarita.
Más tarde, hacia fines del siglo XIX, en 1899, apareció un primer caso de peste bubónica en Formosa y luego en Rosario. Roca, quien era el Presidente de la Nación en ese entonces, dispuso el aislamiento de la ciudad del resto del país, y ordenó el exterminio de todas las ratas, que eran los vectores de la pulga que transmitía esta enfermedad. Así, luego de estas medidas, la peste se vio aplacada y controlada, dejando en el camino un registro de 500 muertos en la ciudad de Buenos Aires.
Unos cuantos años después, ya en el siglo XX, otra enfermedad infectocontagiosa apareció con distintas intensidades a lo largo del tiempo. Estamos hablando de la poliomielitis, causada por el poliovirus que se transmitía de persona a persona (sobre todo en niños pequeños) afectando el sistema nervioso, pudiendo causar incluso en cuestión de horas, una parálisis.
Los primeros casos fueron en 1906, y ya entre 1932 y 1936, la polio había mermado su incidencia en Argentina. Pero a partir de 1942 comenzaron a incrementarse los casos nuevamente debido fundamentalmente a las pocas políticas de salud pública formuladas para esta situación, que en 1956 alcanzó su pico máximo.
En ese año se registraron 6500 casos, en comparación de los 256 casos del año anterior. Frente al avance de esta enfermedad, se tomaron medidas diversas como cuarentenas selectivas, remedios caseros como vahos con eucalipto, pastillas de alcanfor, entre otros; todas medidas que tomaban las personas por cuenta propia, frente a la falta de soluciones estatales. Los años siguientes trajeron la vacuna, que primero fue inyectable y luego oral; de esta forma, en 1984 Argentina había erradicado la enfermedad, convirtiéndose así en el primer país de América Latina libre de polio.
La pandemia por coronavirus es la segunda del siglo XXI (la primera fue la gripe A, que causó un poco más de 600 muertes en nuestro país entre junio de 2009 y agosto de 2010), y guarda muchas similitudes y diferencias con las epidemias del pasado.
Un hecho que marca cierta distancia del Covid-19 con las enfermedades infectocontagiosas de antaño, es que nos tomó por sorpresa, porque en pleno siglo XXI, nadie creyó que algo así pasaría de nuevo, en una época en donde nos habíamos desacostumbrado a convivir con la muerte. A diferencia del pasado, donde las epidemias eran mucho más frecuentes y mortíferas.
Contamos con la ventaja de haber logrado en un tiempo considerablemente corto, vacunas para poder inmunizar paulatinamente a la población, y además, sabemos que con buenas acciones e intervenciones estatales y la solidaridad entre nosotros, la salida estará más cerca de lo que creemos.