Música, luces fugaces y el apagón mortal. La luz, presente o ausente, es una estela constante en los testimonios de los sobrevivientes de aquella noche brutal que se siguen preguntando: ¿A dónde ir cuando no queda nada?
Por Cristian Montú
La mujer se sube al escenario, la presentan y después de unas breves palabras le canta una canción de murga a su hijo, una de las víctimas de Cromañón: “La noche oscura jamás amaneció, el sol brillante mi alma abandonó. Un día un ángel vino y me tocó, dijo ‘Viejita, juntas encontraremos el sol’, luego me dijo ‘Está con vos, está con vos. Él salió de tus entrañas y a tus entrañas volvió…”
En el documental La lluvia es también no verte (2015) de Mayra Bottero puede verse a Delia Fucci contando a cámara cómo logró encontrar fuerzas en el recuerdo de su hijo Pablo y la alegría que la murga despertaba en él.
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El 30 de diciembre de 2004, la última de las tres noches en que la banda de rock Callejeros presentaba el último de sus tres discos -habían planeado tocar uno por cada noche hasta llegar al más reciente- ocurrió la tragedia que todos conocemos, o al menos recordamos. En pleno show alguien encendió una bengala, el cielorraso se incendió, la gente quedó atrapada dentro del local y 194 personas murieron, mientras que otras tantas resultaron con heridas de gravedad.
Sobran los testimonios sobre la desidia que reinaba en el local donde funcionaba República de Cromañón. La tragedia estaba latente, aguardando el momento en que pudiera cobrarse todas las vidas posibles. El desconocimiento sobre las normas de seguridad, y las reglamentaciones básicas que cualquier local debía tener, era habitual; quienes debían saber sobre estas normas y reglamentaciones, coima de por medio, miraban para otro lado.
Después de la tragedia y las muertes, comenzó una especie de cacería de brujas por parte de las autoridades que ahora intentaban aplicar las normas que por años habían pasado por alto. La cultura se vio afectada porque la mayoría de los locales donde solían presentarse las bandas no contaban con las habilitaciones necesarias y los artistas del under comenzaron a quedar aún más marginados.
A medida que avanza el documental donde sobrevivientes y familiares dejan sus testimonios, surge entre padres y madres un interrogante duro y difícil de responder: ¿A dónde ir cuando no queda nada? Después de todo, los hijos (muertos) no vuelven. Y mientras cada padre, cada madre, cada familiar, cada amigo y cada sobreviviente busca respuestas, el santuario que se fue armando en la puerta de Cromañón se erige como un ejercicio de memoria y también, un pedido de justicia.
Alguien apagó la luz
La luz, su presencia y su ausencia, es una constante en los testimonios de sobrevivientes de aquella noche brutal. Música, luces fugaces y finalmente el apagón mortal. En la “novela de no ficción” de Camila Fabbri se reconstruye, a través de los recuerdos adolescentes y rollingas de la autora, el fatídico camino a oscuras que recorrieron víctimas y allegados desde el 31 de diciembre de 2004 en adelante.
El día que apagaron la luz (Seix Barral, 2021) es un relato coral que indaga en los recuerdos -de quienes quieren y se permiten recordar- individuales de una tragedia colectiva. Adentro de Cromañón, nos irá contando la autora, estaban esa misma noche su novio, amigos y amigas, compañeros y conocidos del colegio que iban con frecuencia a los recitales de Callejeros. Manuel, ahora ex novio, se salvó, pero muchos otros no lo lograron.
Las páginas del libro zigzaguean entre el pasado, el presente y el futuro. La noche de la tragedia, ambulancias yendo y viniendo, padres recorriendo hospitales y reconociendo cadáveres en busca de sus hijos, las canciones de Callejeros interrumpidas para siempre, el sonido insistente y desesperante de los primeros celulares que no paraban de recibir llamadas y nadie contestaba.
Los que encontraban con vida al que buscaban se permitían angustiosos llantos de alivio, los que encontraban el cuerpo del hijo/hermano/amigo sin vida comenzaban el largo y burocrático camino de trámites que plagan la muerte. Hubo quienes iban de un velorio a otro con una inmediatez casi automática, no había tiempo para despedidas muy extensas. El clima era una mezcla inevitable entre luto y fiesta: “Desde un equipo de música muy pequeño, colocado en una silla de madera al costado del cajón, sonaba uno de los tres discos de Callejeros. La madre y el padre de Nicolás decidieron eso porque su hijo lo hubiera querido así. Era imposible despegar el luto de la fiesta. Todo junto, muy pegado, la vida y la muerte en una noche de verano.”
Después de Cromañón vino el fin de una época y los relatos del libro lo testimonian a la perfección. En el mundo de las bandas de rock con sus hordas de seguidores que los acompañaban a donde sea que fueran a tocar, algo frágil e inasible se quebró. “Ir a ver bandas (…) era también una confirmación de pertenencia a una época, un estilo de vida, una elección política” Ese pertenecer y ser parte de algo mucho más grande desapareció, quedó asociado a la tragedia. Así como también es inevitable pensar en pirotecnia y caos al mismo tiempo.
La luz mala
El germen de una época que acabaría abruptamente tras la tragedia que venía gestándose lenta y silenciosamente no está presente solo en libros de no ficción. En la novela Luces calientes (Tusquets Editores, 2018) de Walter Lezcano hay una construcción muy interesante de leer a partir de la asociación de aspectos fundamentales de la tragedia y de los dos mil en general: bandas de rock naciendo, murgas, cervezas, chicos y chicas buscándole sentido a sus vidas.
La historia se divide en dos partes. En la primera, a través de una sucesión de testimonios ficcionales se reconstruyen y revisitan las vidas propias y ajenas, y casi puede adivinarse que algunos de los mencionados ya no están, algo les pasó: “Si por ahí yo hubiese ido… ¿Las cosas habrían sido diferentes? Yo no creo en el destino ni nada de eso, pero no paro de preguntarme lo mismo. Yo tendría que haber estado ahí, con ella…”. Estas páginas relatan también el surgimiento de Los Nietos del Carnicero, una banda en auge y que logra lo que otras no, que sus fanáticos se sientan representados y vistos por primera vez.
La segunda parte está compuesta por los cuadernos que escribe Martín, una de las voces ausentes en los primeros capítulos. La noche de la tragedia de Luces calientes, un bar para bandas de rock, Martín se pelea con su novia y no entra, se vuelve a su casa y se queda dormido. Cuando despierta ya es tarde y el sinsentido que cubre sus días se agiganta a niveles insospechados. En sus palabras hay dolor, resentimiento y preguntas sin respuestas. Su novia ya no está, los reclamos no se los puede hacer cara a cara, del otro lado está la nada.
La novela es un reflejo literariamente construido sobre algunas de las formas en que quizás podríamos comportarnos ante el dolor y la pérdida. No hay segundas intenciones morales en la escritura de Walter Lezcano, lo que sí hay es un espacio en común donde los lectores nos encontramos de frente a una única verdad en boca de los personajes: “El mundo era ese lugar en el que siempre se aprendía algo de la peor manera.”