Con la llegada del español a nuestros territorios, los nombres indígenas fueron borrados o modificados. Dialogamos con Peti Saravia y Pablo Reyna acerca de ello.
Cuando los españoles llegaron al continente americano, los pobladores que habitaban nuestros territorios, en general, no usaban apellidos y nombres como los europeos.
Excepciones a esta regla son los incas y los aztecas: en estas culturas, el nombre de los miembros de la familia real solía ir acompañado de un apelativo, una suerte de «protoapellido». Algunos ejemplos de ello son: Yupanqui, Tupac, Capac o Moctezuma.
Al imponerles un nombre de pila cristiano, las nominaciones originales pasaban a segundo término.
A medida que se profundizaron estos mecanismos de desindigenización, la mayoría de los habitantes originarios de la región central de Argentina dejaron de usar sus nombres de nacimiento, siendo obligados a emplear apellidos españoles.
Política de la desmemoria
Los nombres de las personas representan un aspecto fundamental, no solo en la construcción de la propia identidad, sino además en la estructuración de las sociedades, aportando singularidad y sentido de pertenencia.
«Principalmente, la imposición y adopción de nombres y apellidos cristianos estuvo vinculada al proceso de evangelización. Este proceso no daba cuenta solamente de una conversión a la fe católica y de un disciplinamiento de la espiritualidad indígena, sino que también era parte de una política de la desmemoria y del olvido, que implicaba cortar con los lazos ancestrales en cuanto a las nominaciones», explicó el historiador e integrante de la Comunidad Camiare (Comechingón), Pablo Reyna.
Usualmente, la mayoría de las comunidades indígenas que habitaban el territorio que hoy se conoce como Argentina, usaban como denominación el nombre del cacique, curaca o lonko. Como ejemplo: si el más antiguo de esa sociedad se llamaba Nahuel, todos llevaban ese nombre.
Te puede interesar: «Según el último censo, más de un millón de personas se reconocieron indígenas»
En el caso de Córdoba, y, puntualmente, entre el Pueblo Camiare, los nombres remiten a vínculos especiales con el territorio. «Tenemos nominaciones indígenas que aluden a un vínculo con un árbol, con una montaña, con un animal, con un río, con una loma, etc», expuso Reyna.
Tras la llegada del español, estos nombres fueron reemplazados por apellidos castellanos. Una gran mayoría fue obligado, mediante la violencia, a llevar el apelativo del invasor, para «cortar con esos lazos ancestrales, que eran concebidos como basados en la idolatría».
Pablo Reyna asegura que en este momento histórico pueden identificarse dos hitos: «Uno de esos hitos es el Concilio de Trento, ejecutado entre 1545 y 1563, que obligaba a adoptar el nombre de un santo de la Iglesia y establecía además que se debían registrar todos los nacimientos, las muertes, los matrimonios, etc, en registros particulares. Y el otro hito es el Tercer Concilio Limense, que, para extirpar nombres de las idolatrías, propiciaba la imposición de apellidos cristianos a las familias indígenas».
En su trayectoria personal, Peti Saravia -mujer indígena- explicó: «Yo soy kolla, mi madre fue indígena de la Quebrada de Humahuaca, en Jujuy. Ella era ocloya, y junto con tres hermanas fueron a parar a una finca, entonces ellas son Cáceres. Otras dos hermanas fueron a parar con los Gómez, entonces son Gómez, un hermano fue a parar de un tal Reynaldo, que ese no era su apellido, era su nombre. Pero ni siquiera le puso el apellido, le puso su nombre. Entonces mi tío se llamó Leandro Reynaldo».
La entrevistada calificó estos procesos como “aberrantes” y dijo que «pertenecer a Nahuel, a Jacinto, o a cualquier otra comunidad, era un orgullo, porque éramos su familia. Lo nuestro no era un apellido, era pertenecer a la comunidad de«.
«Todo esto tuvo un sentido de invasión. En nombre de Dios se cometió el homicidio y el genocidio más grande de América. Con la imposición, con la muerte, con cambiar nuestra religiosidad», agregó.
Reyna concuerda en que se trató de una «campaña de evangelización bien planificada» con instrumentos y mecanismos educativos muy coercitivos, cuyo fin último era «cortar vínculos ancestrales y cortar la ligazón entre el indígena y lo territorial».
«No solo se imponían nombres y apellidos cristianos, sino que también se trasladaban y desarmaban las unidades familiares, entonces eso generaba mucha confusión en las familias», agregó.
Familias sospechosas de indianidad
Reyna explicó que en la provincia de Córdoba, estos procesos evangelizadores se llevaron a cabo, fundamentalmente, entre los siglos XVI, XVII y XVIII. «Los nombres son de santoral y los apellidos son de los encomenderos, de los españoles a los que se les otorgaban tierras en merced».
«Si uno trabaja con los apellidos de estos encomenderos y los mapea en el territorio y ve la ubicación de familias históricas en la cartografía moderna, podés encontrar muchas coincidencias», sumó.
Entre las familias «sospechosas de indianidad», el historiador mencionó: Altamirano, Ardiles, Casas, Carranza, Ceballos, Guzmán, Correa, Contreras, Ledesma, López, Moyano, Ponce, Saavedra, Suárez, Reyna, Torres, Luján; entre muchos otros.
Durante los procesos de colonización y evangelización, no solo hubo imposición de apellidos, sino también adopción estratégica de ellos. «Porque ser indígena implicaba estar subordinado a un orden colonial y si las familias podían zafar de eso, practicando el autosilenciamiento y un blanqueamiento, adoptaban apelativos cristianos como estrategia de supervivencia».
La memoria como articulador
Tras largos años de silenciamiento y violencia, las familias indígenas comenzaron a organizarse y reencontrarse, mediante un gran articulador: la memoria.
«Siempre ha habido un proceso de transmisión de identidad no solamente por parte de prácticas culturales, sino también con respecto a la memoria. Siempre se me ha recordado en algún momento particular en el foro más íntimo, ya sea a través de un cuento, de una frase, que venimos de familias indígenas», concluyó Reyna.