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Recuerdos de la crisis, el 2001 en la literatura

El cuento de Hebe Uhart y la crónica de Leila Guerriero tienen algo en común, la crisis de 2001 es una presencia difusa pero firme y peligrosa, como un tigre que mantiene sus sentidos alerta porque está a punto de saltarle al cuello de su presa. Por Cristian Montú En mis recuerdos el estallido social […]

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El cuento de Hebe Uhart y la crónica de Leila Guerriero tienen algo en común, la crisis de 2001 es una presencia difusa pero firme y peligrosa, como un tigre que mantiene sus sentidos alerta porque está a punto de saltarle al cuello de su presa.

Cacerolazo frente al ex Banco Bisel
Por Cristian Montú

En mis recuerdos el estallido social de la crisis de 2001 aparece borroso y difuminado. El corralito, los saqueos, el hambre, la pobreza, el estado de sitio, las víctimas fatales, la inestabilidad política, los lecops y los patacones. En ese entonces yo tenía ocho años recién cumplidos y los ecos de la crisis llegaban al pueblo atenuados, o al menos eso creía yo.

Y digo atenuados porque si busco en lo profundo de mi memoria puedo confirmar que en ese entonces (por lo menos en mi casa) éramos una familia pobre, mis padres tenían trabajos no registrados y hacían lo que podían para alimentar a cinco hijos. Para nosotros, al igual que para muchas otras familias, la crisis quizás significaba un poco más de pobreza.

Sin embargo hay una escena de ese diciembre del 2001 que persiste, recuerdo que hubo un cacerolazo por las calles de Porteña y más tarde, las fotos que conserva el Archivo Histórico Municipal lo confirman. En las imágenes se puede ver a un grupo de personas marchando en medio de la calle central, la San Martín. El destino final: las fachadas de los dos únicos bancos que había (y sigue habiendo en el pueblo). Llevan banderas, cacerolas y reclaman. A juzgar por las caras nadie parece realmente acongojado o afectado.

Una de las presentes en aquella jornada fue Susana, quien en la actualidad dirige y articula las tareas de conservación y difusión de la historia local a través del Archivo Histórico. Mientras espero por las fotos de aquella jornada, Susana recuerda que su presencia en aquel cacerolazo despertó el enojo de una amiga: cómo se atrevía a marchar entre toda esa gente con plata que había perdido un poco de lo que tenía.

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Enseguida me aclara que su presencia se debe a que su padre jubilado, que sin dudas no era un terrateniente poderoso y adinerado, acababa de perder todos los ahorros de su vida, unos cuantos dólares de los cuáles vería poco y nada en los años posteriores a la crisis. 

El holandés errante

El título del cuento que integra la antología “Del cielo a casa” de la gran Hebe Uhart, es un guiño a la leyenda sobre aquel barco fantasma que recorre los mares del mundo ya que nunca podrá regresar al puerto y cualquier otro barco que se atreva a saludarlo correrá con los misma suerte.

El protagonista de la historia es un holandés que se ha pasado la vida viajando por el mundo, prácticamente no existe país que no haya visitado. Llega al punto de sentirse hastiado, quiere viajar pero no sabe hacia dónde, tira una moneda al aire y la suerte quiere que termine en Buenos Aires.

Goran, así se llama el holandés, pisa suelo argentino cargando un mapa, un diccionario y no mucho más que eso. En la calle recibe el primer cachetazo de realidad, el idioma se constituye para él como la gran barrera en plena ciudad. Goran comienza a sentirse rechazado, caminando por una calle del centro ve “...un montón de gente golpeaba con martillitos la puerta de un banco diciendo ¡Ladrones, asquerosos!” sin embargo no tiene idea de qué puede estar pasando. El corralito le es ajeno a este extranjero que se busca a sí mismo en cada viaje.

Como un mensaje divino caído del cielo, la respuesta le llega a través de un televisor que transmite un programa de turismo rural. La presencia de animales de granja, la paz y la tranquilidad contrapuestas a Buenos Aires hacen que el holandés se decida: su destino será Iramain, un pueblo rural de aproximadamente 300 habitantes.

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La gente del pueblo siente curiosidad por este extranjero que ha llegado, pero se mantiene respetuosa y reticente hasta que un paisano le pregunta directamente por su lugar de origen y rápido le confiesa a Goran: “Nunca vi una persona de las Uropas de ahora. Acá tenemos de las de antes.”

A partir de entonces el holandés entrará a la lengua interactuando con los habitantes de Iramain, la insondable tranquilidad y paciencia de la gente le hará más sencillo el proceso mientras se pregunta ¿qué debe hacer con su vida? ¿quedarse o irse?

Hebe Uhart construye un cuento sincero y divertido, fidedigno a la idiosincrasia de los pueblos chicos del interior y a la indiferencia propia de los extranjeros que solamente se sienten interpelados por las crisis que los afectan a ellos y sus países de nacimiento.

El fin del mundo

La historia que cubre Leila Guerriero en “Los suicidas del fin del mundo” podría definirse como la crisis antes de la crisis, los síntomas previos a la etapa terminal que terminaría aquejando a Argentina, la desolación que cae como una maldición inexplicable sobre una ciudad pequeña que durante años gozó de abundancia.

“A los costados, arriba, abajo, no había nada. Ni pájaros ni ovejas ni casas ni caballos. Nada que pudiera llamarse vivo, joven, viejo, exhausto, enfermo. Sólo había (...) desierto puro…”

La llegada de la cronista a Las Heras (Santa Cruz) es desalentadora, el motivo que la lleva al lugar también lo es. En un período de casi dos años, veintidós jóvenes de entre 18 y 28 años se quitaron la vida en la ciudad, mientras que otros tantos lo han intentado. Los motivos oficiales son varios: “La desocupación, la ausencia de contención social,, la falta de expectativas laborales y de estudio…”

A medida que Leila se vaya adentrando en el entorno y vaya conociendo a familiares de los suicidas y a otros vecinos y amigos, el relato irá poniendo luz sobre muchos otros aspectos de la vida en Las Heras y las posibles razones que podrían haber tenido estos jóvenes para suicidarse. 

“Cuando me acosté el ruido de las ventanas era un temblor profundo, una maldad interminable. Escuchando el batallar de aquellos vidrios pensé, con cierto alivio, que algún día me despertaría en otra parte, y todo eso habría terminado.”

De crisis y recuerdos

El cuento de Hebe Uhart y la crónica de Leila Guerriero tienen algo en común, la crisis de 2001 (y todo lo que significó y sigue significando para nosotros) es una presencia difusa pero firme y peligrosa, como un tigre que mantiene sus sentidos alerta porque está a punto de saltarle al cuello de su presa.

Algo de ese peligro inminente que acarrean las crisis queda como aletargado en los pueblos, reales o ficticios, del interior y nunca se sabe si despertará o no. Mientras tanto, sus habitantes siguen con sus vidas, o hacen que siguen. 

En la entrevista con Susana, antes de que cada uno siga su camino esa mañana, queda en claro que ante el impacto y la magnitud de los hechos no existe un manual para proceder. Algunos pudieron reponerse, otros no. Su padre siguió viviendo y más allá de la indignación por la pérdida material y económica, no fue algo que lo atormentara, pudo reconstruir su vida y el banco le devolvió algo del dinero que le pertenecía.

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