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Terrorismo de Estado y pueblos indígenas

Las políticas establecidas para los pueblos originarios, desde el punto de vista histórico, han estado atravesadas por la tensión entre la asimilación y la eliminación. Esta nota tiene como objetivo reflexionar sobre ello, en una semana en donde la memoria colectiva está activa. Por Pablo Reyna – Comunidad Camiare/Comechingón Timoteo Reyna Estado, Historia y Terror […]

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Las políticas establecidas para los pueblos originarios, desde el punto de vista histórico, han estado atravesadas por la tensión entre la asimilación y la eliminación. Esta nota tiene como objetivo reflexionar sobre ello, en una semana en donde la memoria colectiva está activa.

Melitona Enrique. Una de las sobrevivientes de La Masacre de Napalpí en 1924.

Por Pablo Reyna – Comunidad Camiare/Comechingón Timoteo Reyna

Estado, Historia y Terror

Desde el fin de la última dictadura cívico-militar-religiosa se vienen planteando colectivamente y desde diferentes ámbitos, reflexiones, debates, consensos, y políticas públicas en referencia a la Memoria (en singular) y los Derechos Humanos. No obstante en esas instancias la voz de los pueblos indígenas no se visibilizó tanto como sí la de otros colectivos como los organismos de Derechos Humanos, partidos políticos y movimientos sociales.

En la actualidad, al calor de los renaceres  indígenas, y desde el propio ámbito originario, venimos planteando poder revisitar los significados atribuidos a la Memoria y los Derechos Humanos, pues a veces la lógica que los atraviesa sigue invisibilizando nuestros trayectos, experiencias e historias.

Asimismo, y lamentablemente por experiencia propia, sabemos que el Terror en sus múltiples caras (secuestro, apropiación, tortura, violaciones, desaparición de personas, etc.), no es una acción que exclusivamente desplegara el Estado bajo el régimen dictatorial último. Y sostenemos, en ese sentido, que existen riesgos muy profundos al no historizar las prácticas genocidas del Estado-nación, ya que no son excepcionalidades, desviaciones o virajes antojadizos del “sistema”, como a veces se suele creer.

Primeros ensayos del terror: la conquista de los territorios indígenas

Coincidiendo con lo que plantean algunos pensadores, las prácticas terroristas son constitutivas e inherentes al Estado nación, pues forman parte de lo que podríamos llamar su propia naturaleza. De hecho, si se revisan casos particulares, la conformación y consolidación de los estados modernos, se realizó bajo estas coordenadas, como sostiene por ejemplo Terry Eagleton.

En Argentina, durante las campañas punitivas denominadas “Conquista del Desierto” y “Conquista del Gran Chaco” (1879-1885), en la propia “Masacre de Napalpí” (sucedida en 1924 y bajo un gobierno radical) o bien en la “Masacre de Rincón Bomba” (que data de 1947 y que aconteció durante el primer peronismo) se llevaron adelante ese tipo de acciones, que pretendieron eliminar lo que se juzgaba como no “civilizado”: los pueblos indígenas.

La Masacre de Rincón Bomba fue perpetrada durante el primer gobierno del Juan Domingo Perón.

Los presos y cautivos del mal llamado “desierto” terminaron en campos de concentración (Valcheta, Isla Martín García), en Chaco existieron diversos casos de apropiación de niños y niñas, y durante las masacres en Napalpí y Las Lomitas, se desplegaron prácticas de fusilamientos y abandono de personas, en las que subyacía una fuerte mirada racista estatal. Como vemos, sintéticamente, este tipo de operaciones son inseparables de la historia y las relaciones que el Estado-nación –más allá de los colores políticos- ha establecido para con lo que juzgaba –en diferentes momentos- “enemigos internos”.

Dos ejemplos de cómo operaron las prácticas terroristas en Córdoba en relación a los pueblos indígenas

Chupay, fue una niña rankelche que fue capturada en el periodo en que Julio Roca estuviera al frente de la Comandancia de la Frontera Sur en Río Cuarto. Y fue llevada, con tan sólo 13 años, desde su territorio, el Mamülmapu, a la Estancia La Paz en Ascochinga, que terminó heredando Roca al casarse con Clara Funes.

Allí, esa pequeña niña rankelche, no sólo sirvió a la familia Roca (sin salario, ni derechos laborales, y alejada de su familia) sino que luego fue “regalada” a los Funes, y trasladada a la Estancia de La Pampa, en la misma localidad del norte de la ciudad de Córdoba.

Chupay, convertida luego en una mujer adulta, falleció durante las primeras décadas del siglo XX con otra identidad: Eduarda Roca Funes. Así había sido bautizada por sus captores “civilizados”, y que pasaron a la posteridad como gestores de la Patria.

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Aunque, la apropiación de personas e imposición de identidad, no fue como vemos una excepción ni siquiera en su época: la historiadora Graciana Pérez Zavala –de la Universidad Nacional de Río Cuarto- se ha encargado, en los últimos años, de estudiar casos similares en la zona sur de Córdoba, a partir de trabajar con memorias familiares y realizar seguimientos en actas de bautismo, matrimonio, defunción y censos.

El segundo ejemplo que queremos compartir, data de la misma época de la captura de Chupay. En 1881 se sancionó la “Ley General de Comunidades” en Córdoba. Norma, que junto con otra de 1885, mandara a expropiar las tierras que “ocupaban” las “comunidades indígenas” de la provincia por “razones de utilidad pública”. Así eran conocidos por entonces los “antiguos pueblos de reducción” o “pueblos de indios” que para entonces eran casi 10 y estaban distribuidos principalmente por la zona centro y noroeste de la provincia.

Con esta política de expropiación, las tierras en su gran mayoría pasaron a las manos de la élite cordobesa que poseía fuertes vínculos económicos, políticos y familiares con la oligarquía nacional. Las razones que se argüían por entonces, eran que esas comunidades estaban plagadas de “vagos”, “malentretenidos”, “mujeres libidinosas”, “borrachos”, “elementos que atrasaban el progreso”, como dicen varias fuentes de la época. O como decía textualmente Ramón Cárcano, esos pueblos de indios representaban “estanques de la barbarie”.

Ramón J. Cárcano. Abogado, escritor y gobernador de Córdoba (1913-1916)

Esta manera de construir al otro, de categorizarlo y adjetivarlo negativamente –desde esferas estatales e intelectuales- no está desvinculada de la narrativa hegemónica que en la década del setenta del siglo XX construyó al “subversivo terrorista”, al “apátrida”, al “rojo”, “marxista”, etc. Y, claramente, este tipo de disposiciones legitimaron, de esta manera, prácticas terroristas a partir de generar consensos sociales sobre la otredad, en ambos periodos históricos.

Cuentan además nuestras familias –las que venimos de esas reducciones- que por ejemplo en San Marcos Sierrasuno de aquellos pueblos de indios expropiados- se movilizó al Ejército que venía del “desierto” para atemorizar a nuestros ancestros y ancestras que resistían los desalojos que se estaban llevando a cabo. Y que se ponía de ejemplo a los cautivos y prisioneros mapuche que iban de paso, en condiciones inhumanas, caminando por las cercanías de Cruz del Eje, en calidad de “prisioneros de guerra”, a los ingenios azucareros de Tucumán. De esa manera se intentaba amedrentar a quienes no querían abandonar el territorio.

Las memorias indígenas

Como decíamos al inicio, la Memoria entendida en singular y sólo ligada a una práctica colectiva que se enfoca en la última dictadura, cierra puertas a procesos que han sido invisibilizados y acallados por años: no sólo por sectores conservadores sino también y aún por cierta izquierda y cierto progresismo. Es que existen Memorias otras (ahora sí, en plural). Y son aquellas de quienes somos parte de pueblos preexistentes al Estado-nación.

Estas Memorias otras se sustentan a su vez en olores, sabores, colores, recuerdos y sueños otros. Incluso, tienen otra textura y otra duración histórica, pues se hunden en pasados remotos, o quizás más recientes, pero que se conectan con lo que sucedió antes de que se instalara este tipo de organización llamada Estado-nación.

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Quienes somos parte de pueblos indígenas encontramos en las memorias de nuestras familias la posibilidad de la identidad. Pues la identidad no pasa por lo biológico o lo cultural siquiera. Ya que “mezclas de pueblos” ha habido siempre (y las seguirá habiendo), y los intercambios, imposiciones y negociaciones culturales, son también parte inherente del desarrollo de cualquier pueblo. Aquellos que pretenden pensar en las identidades indígenas en términos estáticos, se encuentran tarde o temprano, con el muro del propio proceso histórico, pues el cambio es parte de la dinámica de la vida de cualquier pueblo.

Caminata de los pueblos indígenas de Córdoba. Se realizó el 17 de septiembre del 2021.

Es así que, aquí y en otros lares, en este momento de renacer indígena, un mate con burro, un quemadillo, un pequeño ritual diario, una palabra, una expresión o un lugar particular pueden transformarse en elementos activadores de esas memorias. Es decir, son germinadores de nuestras identidades nativas.

Los actos de recordar, son actos potencialmente emancipadores, y es por ello también, que ningún silencio es absoluto. En nuestras familias, como decía el recordado Hugo Ferrer Acevedo, a veces se decidió “guardar la identidad” en recónditos lugares, para que una generación sane algunos dolores. Pero luego, esa identidad, renace como cuando el monte permite que una semilla autóctona reviente hacia el sol, después de muchos años de estar guardada en la humedad de la tierra.

Lo anterior nos lleva a pensar que nuestras identidades indígenas, no son como se pretende, una mera autopercepción que opera a nivel individual, sino que se nutren de recorridos reales, historias de dolor y amor, dialogan con los seres guardianes del territorio. Son identidades colectivas, que pertenecen a pueblos pre-existentes al Estado y tienen anclaje histórico. Y es por ello, que también la dimensión territorial que cobra la lucha indígena es tan importante. Porque las identidades indígenas son una con los territorios y sus historias.

Abrir las puertas a conocer Memorias otras, valorarlas y respetarlas es parte del trabajo intercultural que debemos encarar indígenas y no indígenas. Conocer y analizar las prácticas de terror que ha desplegado el Estado-nación frente a quienes ha considerado “cuerpos extraños” durante estos doscientos años, es otro de los desafíos que tenemos en ese sentido. Entendemos que esas tareas en una Córdoba negadora de lo indígena, son urgentes.

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