Resaltadas

Los cajones llenos de cartas que nunca te mandé

Una carta muy vieja aparece adentro de un ropero todavía más viejo. La carta no revela ningún secreto, es apenas una carta más. Pero sin quererlo se convierte en un tesoro, como esos dinosaurios extintos de los que solamente se conservan y exhiben sus extraños esqueletos. Por Cristian Montú Podría ser una mujer o podría […]

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Una carta muy vieja aparece adentro de un ropero todavía más viejo. La carta no revela ningún secreto, es apenas una carta más. Pero sin quererlo se convierte en un tesoro, como esos dinosaurios extintos de los que solamente se conservan y exhiben sus extraños esqueletos.

Por Cristian Montú

Podría ser una mujer o podría ser un hombre. Esa mujer u hombre podría estar sentado en una silla precaria y esa silla podría pertenecerle a un escritorio de madera o de acero. Con todo el pesar del mundo la mujer o el hombre podría estar escribiendo cartas de despedidas antes de quitarse la vida por los motivos que sean.

Las cartas se escriben y reescriben infinitas veces. Y siempre se agrega alguien más a la lista de las despedidas. Es que es tan difícil quitarse la vida y despedirse sin ofender a nadie, pensaría la mujer o el hombre. Al final, una tarde cualquiera la mujer o el hombre moriría por causas relacionadas a la vejez sin haber terminado ni una sola carta. 

Pienso que esa podría ser una historia para ser contada alguna vez por alguien que tuviera ganas de escribirla. Cartas de suicidas, extensas o ínfimamente cortas, casi inexistentes. O cartas de gente con ganas de vivir, cartas de amor o de odio, cartas con buenas o malas noticias, cartas recordando y reclamando deudas impagas, cartas que llegan a destino o que se pierden para siempre.

Una vez encontré una carta muy vieja adentro de un ropero todavía más viejo. El ropero era comprado de segunda mano a un hombre que estaba desarmando la casa de sus padres muertos. La carta, que no revelaba ningún secreto guardado con recelo durante años, había sido escrita con letra cursiva, apretada y prolija. Un buen día la carta desapareció y ya no supe qué fue de ella.

Cartas a Théo 

“...estoy en una especie de callejón o de lodazal. ¿Qué otra cosa puedo hacer?” le confiesa Vincent Van Gogh a su hermano Théo en una de las tantas cartas que le escribió a lo largo de su vida. Mientras buscaba una vocación que le diera sentido a su existencia, Vincent no dejó de escribirse con su hermano, quien fue quizás el único miembro de la familia que lo quiso e intentó comprenderlo y apoyarlo: “Tú sabes cómo desaparecer la prisión. A base de afecto profundo, serio. A base de ser amigos, ser hermanos, amar (...) el que no tiene esto permanece en la muerte.”

No es ningún secreto que antes de la pintura Vincent estaba plenamente convencido de que su destino era el sacerdocio y el acompañamiento de la vida espiritual de los hombres, pero el excesivo compromiso con que predicaba la palabra de Dios no fue bien visto por la iglesia y muy pronto lo apartaron. La búsqueda volvió a comenzar y casi por accidente, si es que puede llamársele así, Vincent se vio inmerso en la pintura y el dibujo.

Las cartas son el testimonio póstumo de la visión artística del pintor. Muchas están teñidas de la soledad, la miseria, la incomprensión y el desconcierto con que el mundo acogía a un Vincent que luchaba, al mismo tiempo, contra una enfermedad que amenazaba el perfeccionamiento de su arte: “El arte es celoso, no quiere que la enfermedad lo persiga. Así, pues, lo complazco (...) Las personas como yo no deberían estar enfermas.” 

A medida que se suceden, las cartas entre Vincent y su hermano crean un puente que une con zozobra la figura estereotipada del genio creador atormentado por su propio talento y la del hombre plenamente consciente del funcionamiento del mundo capitalista que lo rodea. Estando enfermo, él no puede pintar. Estando sano puede pintar todo lo que quiera pero la mirada de los otros no deja de ser severa y aleccionadora : “¿Qué soy a los ojos de la mayoría de la gente? -una nulidad o un hombre excéntrico o desagradable- alguien que no tiene un sitio en la sociedad ni lo tendrá; en fin, poco menos que nada.”

Hace poco se viralizó un meme que se burla del hecho de que Van Gogh no tendría plata para pagar la entrada de su propia experiencia inmersiva. Y es cierto. Théo, que era marchante de arte, logró vender una sola pintura de su hermano Vincent. La gloria, por supuesto, llegaría después del suicidio del pintor que arriesgó su vida y su razón.

Querida familia

En algún momento del 2020, mientras el mundo sucumbía ante la propagación del covid, y bajo los efectos de las obras adictivas de Manuel Puig decidí que era buena idea comprar dos Tomos que reunían las cartas que él había enviado a su familia durante varios años. Compré los dos Tomos juntos porque estaban a buen precio. Al leer las dos primeras cartas pensé que había sido un error comprarlos. Semanas después, al terminar el segundo Tomo me di cuenta que el error había sido pensar que era un error la compra.

Las cartas de Puig son mucho más que un simple registro de época y de viajes. En ellas se ve cómo se va gestando el germen de un escritor que a todas luces intenta entrar al mundo del cine, desconociendo que esa puerta que está abriendo -para siempre- es la de la literatura. Manuel deja el país para instalarse en Roma y comenzar sus estudios en el Centro Sperimentale di Cinematografia. El cine le da paso a otra cosa, así como Manuel dejará de ser Coco para convertirse en Manuel Puig, el escritor.

La familia Puig es la destinataria de las cartas, pero la conversación ininterrumpida es entre Manuel y su madre, Male. En las cartas no faltan los chismes sobre extraños y conocidos, los comentarios intencionalmente maliciosos, las recomendaciones y críticas de películas, las vidas de las últimas divas de época dorada del cine: “Vi la documental sobre Marilyn, es una recopilación de trozos de sus películas (...) Estaba avejentada pero mejor que nunca, espiritualizada al máximo, los ojos de una sensibilidad sólo comparable a Greta. Lo que podría haber hecho esa mujer, no tiene nombre la pérdida que significa.”

Alejado geográfica y espiritualmente de Argentina, Manuel Puig no deja nunca de escribirle cartas a la familia, mientras su figura y presencia en el mundo literario se va consolidando. En el Tomo 1 Manuel comenta los progresos en la escritura de la que sería su primera novela y que estaba inspirada en aquella vida pasada en Villegas, su pueblo natal: “De ahora en adelante quiero hacer todo en base a datos que me ha dado la realidad y en Villegas tengo un filón extraordinario. No di nient. Cómo me gustaría volver a la Argentina a trabajar en serio, pero es tan tarada la gente de allá…”

En el Tomo 2, van apareciendo menciones a obras que Manuel irá publicando y controlando su difusión, venta y cobro de derechos teatrales y cinematográficos. Los comentarios  con tintes políticos y económicos sobre la situación del país se solapan entre reflexiones propias del oficio de escritor: “...todavía falta mucho y lo que a mi me interesa es escribir y no publicar. Cuando termine de escribir ya se verá. Si escribo pensando que eso lo va leer cualquiera me taro y hago macanas.” Los dos Tomos poseen al final índices con las películas mencionadas por Manuel a lo largo de los años en las cartas.

La última carta que se conserva es de noviembre de 1983, luego Male se mudaría a Río de Janeiro junto a Manuel. Esa breve carta meramente informativa es el cierre a una vida epistolar donde Male y Manuel siguen viviendo y escribiéndose cada día para extrañarse un poco menos.

Sin querer te digo adiós

Sin querer te digo adiós canta María Graña con una voz hecha toda de melancolía en el tango Nada junto a Mercedes Sosa. La canción podría ser una carta de despedida de esas que nunca se olvidan como la carta/poema que le escribió Silvina Ocampo a su hermana Victoria, fallecida en 1979: 

Tengo los cajones llenos de cartas / que nunca te mandé. / Pero ahora como un castigo / de no haberte mandado / las que podía mandarte / no encontré tu dirección… / No la encontré en ninguna parte. / Te digo la verdad. / Y me contestarías / –Como siempre… / Pero esta vez, Dios mío, / no me ofendería. / No tengo tu dirección ahora tampoco.

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