Por Cristian Montú
Estoy leyendo y me debato internamente entre seguir y abandonar, no es que no me guste el libro, muy por el contrario llevo meses esperando para tenerlo en mis manos. Sin embargo la historia es tan cruda y visceral que página tras página me veo obligado a enfrentarme a la realidad que normalmente podría evadir: la negación, que supimos adoptar (alguien la inventó por nosotros) para naturalizar las peores atrocidades, y el silencio espeso que cubre los temas tabúes de los que no se habla, ya que hacerlo podría ser sinónimo de castigo y expulsión.
Hay una escena que viene a mi mente cuando leo este libro: es una película griega que solían pasar por I.Sat, el padre y la madre crían a sus tres hijos dentro de los límites de su propiedad, nunca salen porque es peligroso y solamente lo harán cuando, al igual que los perros, uno de sus colmillos se les caiga. A partir de ese punto, todo en la historia es perversión, incesto, sangre y desidía; elementos que, en mi opinión, hacen que una película o un libro no puedan ser ignorados.
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Cadáver exquisito
Antes de la novela de Agustina Bazterrica, no se me hubiera ocurrido pensar en la antropofagia como una realidad eventualmente posible. Decir canibalismo es pensar en algunas tribus que viven aisladas y todavía se las ingenian para mantener al hombre occidental alejado en base a historias de famosas desapariciones a raíz de actos caníbales. Tal es el caso de Nelson Rockefeller que desapareció en 1961 en Nueva Guínea mientras intentaba acercarse al territorio de la tribu Asmat, la versión oficial aceptada por la familia es que Nelson murió ahogado, pero una investigación revela que podría haber sido devorado por la misma tribu.
Más cercano en el tiempo es el hallazgo en Francia del cadáver decapitado de un menor con evidentes signos de antropofagia. El supuesto autor del crimen fue “abatido” por la policía cuando intentaba escapar y el motivo por cual podría haber cometido el asesinato es el mismo que se le atribuye a cualquier caníbal: problemas o trastornos psiquiátricos.
Pero… ¿Qué pasaría si comerse unos a otros no estuviese regido por los avatares de la locura pero sí por las leyes del estado? ¿Nos atreveríamos a comer carne con nombre y apellido? ¿Y si no los tuviera y se tratara de carne anónima? ¿Se atreverían ustedes?
La transición
Marcos Tejo trabaja en uno de los frigoríficos más importantes del país. Es uno de aquellos que vieron al mundo legitimar el canibalismo. Apareció un virus que impidió volver a comer animales… ¿Qué hacer entonces? Las personas comenzaron a actuar: primero las faenas clandestinas donde el “producto” eran los otros, los más débiles e indeseables; después la legalización e industrialización porque, en apariencia, si hay algo que nos va a acompañar hasta el final de los días es el capitalismo.
“Él usa las palabras técnicas para referirse a eso que es un humano, pero nunca va a llegar a ser una persona, a eso que es siempre un producto.”
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El lenguaje es clave en esta etapa de cambio y adaptación. Para sobrevivir y evitar una condena a muerte en los frigoríficos locales, cualquiera que no acuerde con estas nuevas prácticas de consumo debe callar, portar una piedra de impotencia y opresión en el pecho. Para distinguir a personas de seres humanos, a las “cabezas” que se crían como ganado se les cortan las cuerdas vocales porque “Nadie quiere que hablen porque la carne no habla».
Amor de familia
En la novela de Agustina Bazterrica puede verse cómo el núcleo familiar de Marcos tiene una gran influencia sobre él y sus acciones. Su padre, que padece demencial senil, está internado en uno de los geriatricos más caros y seguros, y los costos hacen que Marcos siga manteniendo su trabajo en el frigorífico. Por otro lado, su hermana permanece distante, casi como si no lo quisiera ni un poco, mientras cría a dos hijos adolescentes perversos que juegan a preguntarse a qué tendrá gusto la carne de su tío.
Si de niños perversos se trata, la escritora chilena Andrea Jeftanovic sabe. En su libro de cuentos “No aceptes caramelos de extraños” (Portaculturas, 2016) hay una serie de cuentos que no pueden leerse de corrido, hay que hacer pausas necesarias para recomponerse porque esas historias y personajes son el hacha que nos abre como al mar congelado, ese cachetazo del que les hablé alguna vez, en otra columna.
Primogénito es uno de esos cuentos, narra la desafortunada llegada de una bebé recién nacida al hogar ya constituido. El hermano mayor siente celos, algo normal en cualquier chico, pero la tensión y el odio hacia esa hermana comienzan a crecer a medida que se avanza en el relato. El niño ve cómo la vida conocida empieza a desmoronarse: nadie le presta atención, el padre trabaja todo el día y la madre se hunde en lo que parece ser una depresión post parto.
La autora construye un personaje tan perverso como genuino que nos hace preguntarnos durante cada renglón ¿Cuánta perversión habita en los niños y niñas? ¿Cuánta de esa maldad los acompañará al crecer? ¿De qué son capaces al sentirse amenazados en su propio hogar?
Árbol genealógico
La prueba de fuego que nos pone Andrea Jeftanovic está en el inicio del libro, en el primer cuento puede leerse al protagonista afirmar: “No sé en qué momento me comenzaron a interesar las nalgas de los niños (…) Teresa miraba de reojo (…) y se paraba incómoda. Llevábamos casi un lustro viviendo solos desde que su madre se fue.”
Y la pregunta ahora es… ¿Estarían ustedes dispuestos a seguir leyendo?