Resaltadas

Cuando caiga herido de muerte

Mientras los cuerpos duelen y las enfermedades van o vienen para quedarse, mientras el caos se apodera de las cosas allá afuera, cabría preguntarse qué futuro esperar si el dolor se vuelve todavía más insoportable, qué calidad de vida se puede llegar a tener, qué otras enfermedades están al acecho. Una mañana, cuando tenía trece […]

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Mientras los cuerpos duelen y las enfermedades van o vienen para quedarse, mientras el caos se apodera de las cosas allá afuera, cabría preguntarse qué futuro esperar si el dolor se vuelve todavía más insoportable, qué calidad de vida se puede llegar a tener, qué otras enfermedades están al acecho.

Fuente: Depositphotos

Una mañana, cuando tenía trece o catorce años, me desperté y apenas podía caminar, el dolor que recorría mi columna vertebral era tal que me vestí como pude pero no logré atar por mi cuenta los cordones de las zapatillas para ir al colegio. A clases fui igual. El dolor estuvo presente en cada módulo y estar sentado o parado era lo mismo, un infierno.

A partir de entonces y después de varios análisis, que traté de evitar a toda costa porque la sangre siempre me impresiona y verla me deja al borde del desmayo, la doctora que me atendía concluyó que padecía reuma infeccioso. La enfermedad que se me había diagnosticado no tiene cura y puede presentar varios síntomas físicos graves (infecciones en articulaciones, problemas neurológicos y cardíacos, entre otros). Un tratamiento usado para contrarrestar estos síntomas reumáticos es la penicilina y eso fue lo que me recetó.

Cada mes iba a colocarme unas inyecciones enormes y dolorosísimas. La enfermera, una sádica que quizás me odiaba en secreto, repetía siempre el mismo proceso y la aguja terminaba tapándose. Hubo ocasiones en que me puso hasta cinco veces la misma inyección porque “se tapaba”. Antes de que se cumpliera un año, abandoné el tratamiento por completo y mientras tanto el dolor cesó. Con los años volvería con más potencia y el diagnóstico terminaría siendo otro, pero ese recorrido por la enfermedad, el dolor y los fallidos diagnósticos abrió puertas indeseadas.

Hay veces que no puedo hacer otra cosa más que estar en la cama, acostado boca arriba y evitando los movimientos bruscos hacia cualquier costado. Los medicamentos ayudan de momento pero no parecen solucionar el problema de fondo. 

Esta situación me lleva a preguntarme, cada vez que se repite, qué futuro me espera si el dolor se vuelve todavía más insoportable, qué calidad de vida puede uno llegar a tener, qué otras enfermedades están al acecho. Sé que esta dolencia que me tocó en suerte no es la más grave ni la peor de todas pero no borra de la mente muchas preguntas que no terminan de responderse nunca. 

Perder las palabras

¿Y si ya jamás puedo encontrar las palabras que funcionen? se preguntaba Joan Didion y pareciera que sus palabras encajan a la perfección con la historia que se desarrolla en Las gratitudes, una novela de la autora francesa Delphine De Vigan. Narrada a tres voces y con aparente simpleza, el libro recorre temas como la soledad en la infancia y los estragos de la vejez, los defectuosos vínculos humanos y la conformación de una familia más allá de las normas sociales.

Michka Seld es una anciana que descubre, o que termina de aceptar, que ya no puede vivir sola dado que padece afasia (trastorno del lenguaje que hace que se dificulte leer, escribir y expresar lo que se quiere decir). Decidida a vivir con dignidad sus últimos momentos busca un hogar de ancianos donde pueda ser atendida y recibir la ayuda necesaria. Antes de marcharse de su departamento le echa una última mirada: “Sabe que no volverá (...) Ha conservado algunos libros, los álbumes de fotos, una treintena de cartas, los papeles que la administración prohíbe tirar. Pero, en realidad, sabe perfectamente que está soltando amarras.”

La única persona cercana a Michka es Marie, quien solía vivir en el mismo edificio de la anciana y ante una madre ausente e indiferente la mayor parte del tiempo se fue acercando a Michka. Con el correr de las páginas aparecerá también Jérôme, un logopeda que algunos días por semana visita a Michka y la ayuda a ralentizar los síntomas de la afasia. Ambos, Marie y Jérôme, cargan con historias familiares complejas y al mismo tiempo se comprometen a cumplir la última voluntad de la anciana antes de que pierda las palabras para siempre.

Perder las palabras: Las gratitudes - Fuente: Foto de archivo

La novela es honesta y realista. No se oculta ni se niega la condición humana de los personajes ni los estragos físicos que derivan de las enfermedades. La certeza de la muerte es el puntapié inicial para que los personajes hablen de la gratitud que sienten hacia las personas que a su modo los salvaron de la desidia total. Además del agradecimiento y el inevitable desenlace de la vejez, la historia tiene muchos pasajes donde la ternura aplaca aquello que suena tan terrible pero que suele vivirse de otra manera.

El fallecimiento de Michka (que no es spoiler) ciertamente dejará marcas en las vidas de Marie y Jérôme, a quien la inminencia del adiós le hace preguntarse por qué no hay avisos previos ante la proximidad de la muerte: “...deberíamos recibir una carta, una advertencia (...) atención, señor Menganito, la señora Fulanita, su primo, su amiga, su esposo, su vecino, su madre corre el riesgo de desaparecer en un futuro cercano, por no decir inminente.”

Muertes en suspenso

Mientras los cuerpos duelen y las enfermedades van o vienen para quedarse, mientras el caos se apodera de las cosas allá afuera y acá adentro, mientras tanto encuentro en la obra completa de Idea Vilariño un verso en donde dice que somos muertes en suspenso. Eso somos entonces, muertes suspendidas en el tiempo. La espera, el dolor, el cuerpo y la muerte son temas constantes en sus poemas, y evitando pecar de dramático, en la existencia humana: “Este dolor, mi vida, esta agonía. / Este dolor, mi cuerpo.”

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