Como de las cenizas, cada determinada cantidad de tiempo resurge un debate marginal respecto a la forma de gobernarse en nuestro país. No precisamente a un programa de gobierno o al perfil de un gobernante de cara a los distintos desafíos, sino al sistema que acoge todas esas variables.

Por Matías Mowszet
En esta última semana, el periodista Marcelo Longobardi, en diálogo radial con Jorge Lanata mientras hacían el pase de programas en el aire de Mitre, emitió una declaración que generó polémica, afirmando que un país como Argentina no puede ser gobernado mediante el sistema democrático. “Vamos a tener que formatear la Argentina de un modo más autoritario” dijo el conductor.
Además del estupor del propio Lanata y de cómo esas palabras encendieron un reguero en las redes sociales, la legisladora porteña Victoria Montenegro presentó una denuncia contra él en la Defensoría del Público.
El escándalo motivó que Longobardi deba salir a pedir disculpas y ensayar una confusa explicación no exculpatoria para sus dichos. Sin embargo, entre ambos eventos, se encendió un debate en los medios que replica un poco algunos debates de base respecto a si la democracia sirve o no, y si sería todo más fácil con un gobierno autoritario.
Hubo expresiones de coincidencia, como del periodista de América, Antonio Laje, que declaró que suscribe a los dichos de Longobardi. También la periodista Débora Plager, en un intento de exculpar a su colega, dio una interpretación expresando coincidencia sobre algunos puntos centrales de los que se critican en la postura original del locutor de Radio Mitre.
De hecho, todo esto coincide con el lanzamiento marginal de un grupo político denominado “movimiento monárquico” que aboga precisamente por eso, por el establecimiento de una monarquía. Obviamente, es un grupo absolutamente marginal, pero el planteo respecto de la utilidad de la democracia ya no lo es tanto.
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Existe una fantasía del mundo “sin discusión” representado en el meme de Los Simpsons de todos bailando agarrados de la mano que, para mucha gente, estaría representado por la falta de antagonismos en la imposición de un proyecto de país. Una vieja lógica que indica que el problema de tener 45 millones de personas con ideas distintas abogando por distintos proyectos políticos, discutiendo de manera apasionada como característica argentina y con la tan demonizada grieta, obstaculiza la viabilidad de las soluciones reales a los problemas. Que todo ese inconveniente sería saldado con una figura unipersonal que concentre esas decisiones, y que el resto de las personas se encarguen de trabajar, estar con sus familias y mirar fútbol.
En el fondo, lo que se cree es que sin democracia no hay política, una figura sobre la que cae toda la estigmatización y la culpa de todos los males. El problema es la política, y la política solo existe en democracia.
Ahí está el error.
La política no es un recurso exclusivo del sistema democrático sino una condición inherente al ser humano desde su propia existencia. Sin necesidad de entrar en el plano filosófico citando a Aristóteles, se puede comprobar con un razonamiento simple: desde la propia organización de las sociedades se advierte el comportamiento político mientras que las democracias, salvando ejemplos marginales y discutibles como la Atenas antigua y la República Romana, tienen todas menos de 300 años de edad.
Existe una visión romántica que vincula a la institución de la democracia con la poética conquista del pueblo del derecho a decidir e intervenir en una sociedad por sobre la conducción autoritaria de una aristocracia de “sangre azul” o de buen bolsillo.
La realidad es que la democracia fue la herramienta que tuvieron esas aristocracias para contener las disidencias políticas en un marco de “normalidad” sin tener que terminar degollados en una guillotina en la plaza pública cada vez que las mayorías populares se le vienen en contra.
La adhesión siempre hizo a la fuerza de un movimiento o de una persona, y la forma histórica de expresar esa adhesión era la “capacidad de daño”, sea en una guerra, en una guerra civil o simplemente, en una revuelta.
La organización social para demostrar “capacidad de daño” es ancestral y no necesita siquiera recursos económicos o sociales, tampoco necesita de un sistema democrático que lo permita. Lo demuestran las revueltas de esclavos del Imperio Romano, las rebeliones esclavas del Brasil colonia portuguesa, las guerrillas kurdas en los regímenes ultra-autoritarios de Medio Oriente y el Cordobazo, realizado en plena dictadura de Onganía.
Según la historia, gobernar consistió siempre en administrar tensiones y reducir la “capacidad de daño” de los distintos agentes sociales, que se expresaban públicamente a través de la violencia. Es la propia democracia lo que permite que imágenes como las del tipo del mortero en Plaza Congreso sean repudiadas como un hecho marginal.
Los sectores de poder advirtieron que la mejor manera de evitar que les pateen la puerta, era abrirla. Por lo tanto, si existe gente que piensa que sacando de en medio a la democracia, se terminó la grieta, la discusión y el conflicto, se equivoca. Lo único que nos asegura este sistema es que esas diferencias serán dirimidas con la conducción de las mayorías y representación de las minorías, y no en una ley de la selva en la que predomine el más fuerte.
La democracia es el orden, ese orden tan anhelado por quienes sostienen y defienden los modelos autoritarios.
El debate actual sobre la “ingobernabilidad de la democracia actual” omite un detalle importante: que el sistema político argentino y los dos partidos principales del país nacieron y se fortalecieron al calor de la ingobernabilidad de los modelos autoritarios.