Resaltadas

Tomarse vacaciones de uno mismo: Apuntes sobre Mendoza

Por Cristian Montú. Columna publicada originalmente en abril el 2022. No me gusta ir de vacaciones. Me incomoda salir de lo conocido para interactuar y someterme al designio de un paisaje desconocido y sus habitantes. Sin embargo, cada tantos años alguna amiga me invita y acepto. Tampoco sé manejar por lo tanto siempre viajo en […]

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Por Cristian Montú. Columna publicada originalmente en abril el 2022.

No me gusta ir de vacaciones. Me incomoda salir de lo conocido para interactuar y someterme al designio de un paisaje desconocido y sus habitantes. Sin embargo, cada tantos años alguna amiga me invita y acepto.

Tampoco sé manejar por lo tanto siempre viajo en el asiento trasero haciendo algún aporte que nada tiene que ver con el tema de conversación del momento porque soy un poco sordo y escucho muy mal desde mi ubicación, a veces cebo mates y trato de observar todo lo que pueda el camino y sus alrededores, absorber detalles para dejarlos desaparecer en el pantano de mi memoria.

Los pueblos y ciudades que vamos atravesando son muy importantes en mi tarea de observador. Cada uno es igual y al mismo tiempo distinto, están plagados de pequeñas particularidades que van acentuando el cambio de provincia. En cierto punto se acaba la hegemonía de la soja y comienza la aridez de la supervivencia. La presencia humana escasea, la ruta se mimetiza con la soledad del paisaje.

La fisonomía de las personas y sus casas puede ir cambiando pero hay algo que se mantiene intacto de norte a sur y de este a oeste: los altares en los costados de las rutas y caminos. La Difunta Correa y el Gauchito Gil acaparan los honores de altares que se erigen contra el olvido y la desolación que provoca la mera existencia. Flores de plástico, botellas con agua, velas y cintas rojas, cruces, fotos desteñidas por el sol, vírgenes y santos de yeso.

Algunas cruces de hierro, estrellas amarillas y carteles que recuerdan a víctimas de accidentes de tránsito. En San Luis hay un altar distinto. Un cartel bien grande y prolijo anuncia que ahí se venera a San La Muerte.

San Rafael

El viaje transcurre sin sobresaltos, todo marcha según lo planeado. Sin embargo, hay cierta hostilidad implícita en el ambiente a medida que nos alejamos del punto de partida y nos adentramos en la ruta. Quizás solo sea impresión mía y la culpa la tenga Google Maps y sus elecciones de rutas.

Llegamos al primer destino. La ciudad no se destaca pero es una promesa de lo que podría haber más allá, mañana lo sabremos cuando salgamos a cumplir nuestros roles de turistas. Estamos frente al departamento y es muy generoso decir que tiene lo necesario más allá de lo estético y la comodidad. Es un garaje reformado que adentro contiene las paredes divisorias más delgadas que se hayan visto jamás y una gata que no quiere abandonar lo que tal vez fue su antiguo hogar.

La segunda noche, mientras me baño y mis amigas se alistan, se escuchan gritos afuera. La discusión escala y alguien comienza a disparar. Es la segunda vez en mi vida que escucho disparos y el sonido que producen dista mucho del cine y la televisión. Son más de diez disparos. El auto está estacionado afuera. 

El dueño del departamento intenta esbozar explicaciones según quien lo atienda en las sucesivas veces que golpea la puerta. Esto no pasa nunca (a pesar de que no hay una sola casa que no tenga rejas, cámaras y alambres de púa rodeando los tapiales); es alguien conocido pero él no va a mandarlo al frente (aunque fue uno de los tantos vecinos que llamaron a la policía); ustedes deben estar acostumbrados (porque piensa que venimos de Buenos Aires y entonces todos deben andar a los tiros).

Nadie resultó herido ni perdió la vida, el auto también salió ileso. Al parecer fue un ex marido borracho intentado matar al actual de una mujer que vive cruzando la calle. La calma vuelve rápido al barrio mientras la policía trabaja. 

A los tiros

Dos días después del tiroteo nos vamos del departamento y de la ciudad también. Mientras el auto recorre la distancia que nos separa de una bodega donde más tarde -como quien no quiere la cosa- nos vamos a emborrachar, reviso los fragmentos que subrayé en un libro de crónicas. 

Las crónicas fueron escritas por Bruno Martínez, un periodista chaqueño, y recorren temas bastante presentes en estas vacaciones: la adoración a San La Muerte, la vida en campaña durante el 2015, la trata de personas, la inseguridad. Cada relato es además el espejo donde diversos personajes del Chaco son retratados por el autor.

El texto que releo es el que le da el título a la recopilación: Cómo se siente un tiro y otras crónicas (ConTexto Libros, 2017). Tras ser víctima de un robo a mano armada, Bruno Martínez responde al interrogante: “¿Cómo se siente un disparo? Es como una patada. Sentís el golpe. El calor del impacto te quema. Te rompe los tejidos. Te abre la carne. Duele.” 

Viendo cómo su vida pende de un hilo, el autor nos relata los instantes posteriores al disparo: una ambulancia que no llega, un interrogatorio policial en medio de una hemorragia, una cirugía que logra salvarle la vida y un juicio que dejará al desnudo el funcionamiento defectuoso del sistema judicial y penal. 

Montañas

Cuando no estoy en plan observador, hojeo otro de los libros que traje en mi mochila. Las palabras de Eugenia Almeida salen del papel como disparadas por la exactitud profética del instante: “Hay paisajes que sólo pueden transitarse, no hay nada habitable ahí. El único modo de estar es en movimiento, la voluntad deja de funcionar y uno se suelta a su verdadera proporción en el universo: una insignificancia, un cuerpo que atraviesa el desfiladero porque nada puede hacerse salvo avanzar o retroceder. Todo lo que se haga es movimiento…”

Inundación (Ediciones DocumentA, 2019) es un ensayo que intenta poner luz sobre la escritura y su relación con nuestra condición humana. La autora le pone voz a aquello que le sucede en relación con la literatura: “Escribir implica otra cosa. Una soledad poblada de imágenes que nunca llegarán a traducirse. Algo que va creciendo en silencio hasta que brota, completo, extrañamente completo.”

Esa soledad que nunca llegará a traducirse está implícita en el aire, en el paisaje montañoso. Las montañas están ahí, y seguirán estando incluso cuando a estas pocas líneas las cubra el polvo cibernético del olvido en algún recóndito punto de internet. La inmortalidad es una certeza que las mantiene indiferentes. 

El vaivén de la ruta que bordea las montañas va materializándose en algo más inasible que la simple tristeza, es como si de repente el vacío literal del espacio cambiara de estado y toda el agua que falta en los ríos se manifestara en el aire. Respiramos desasosiego. Las nubes comienzan a tomar forma mientras el auto se interna en túneles que parecen representar las entrañas mismas de la tierra.

En El puente del Inca nos detenemos y nos sacamos fotos, hay más turistas y varios ciclistas que festejan haber llegado hasta ese punto del camino. Un perro cubierto de mugre rechaza un pedazo de pan que alguien acaba de darle, está bien alimentado y es consciente de lo que quiere y de lo que no le interesa. Más allá, las ruinas de un hotel al que una avalancha destruyó.

La leyenda dice que un emperador inca tenía un hijo enfermo y la única solución posible era bañarse en las aguas termales que hay acá. Los guerreros forman un puente que le permite al chico enfermo llegar hasta las aguas y curarse, cuando el emperador y el hijo vuelven la vista notan que los guerreros se transformaron en el puente que estamos viendo. 

Visita al cementerio

Jueves. Estamos en un departamento de Mendoza capital que es todo lo opuesto al anterior. Mis amigas se levantan temprano porque un guía las pasa a buscar para hacer trekking. La información sobre la excursión aclara que la dificultad del camino es alta, desde un principio decido no ir para resguardar mi integridad física que nada sabe de senderismo y subsistencia en montañas.

A la hora de la siesta tomo fuerzas para salir del sofá y emprendo mi marcha hacia el cementerio de la ciudad. En el camino de ida, el taxista me pregunta en qué calle me voy a bajar porque hay dos entradas principales, le contesto que no sé, que me deje en la que figura en la página web del cementerio. Consulta con una amiga que trabaja en la portería del lugar y efectivamente es ahí. Comenta que de cinco entradas sólo una está habilitada dada la cantidad de robos y saqueos. Antes de llegar me indica cómo regresar al departamento.

En la puerta de ingreso no hay nadie, adentro tampoco. En las reseñas de Google las opiniones son variadas pero se destaca la de una chica recalcando que el lugar le encantó pero les recomienda a los encargados prestar más atención porque la dejaron encerrada. Al parecer, además de encontrar taxi, tengo que evitar que me encierren en este cementerio

Las tumbas conforman un gran collage y las callecitas que las dividen en secciones y parcelas son vórtices temporales que ofician de transporte entre épocas. Las paredes laterales del cementerio contienen nichos bajo galerías, ahora invadidas por legiones de palomas que reclaman la propiedad como suya. En el medio del terreno se erigen pabellones más modernos, con varios pisos de altura (subsuelos incluidos) y más allá hay cruces en el suelo. 

Tengo la sensación de que no hay tumbas recientes, pero sé que me equivoco. Intercalados entre cruces, flores de plástico y fotos desteñidas por el sol, están los panteones y mausoleos de las familias más adineradas de la ciudad. Los muertos conviven en paz. La tormenta se hace notar en el cielo, el calor resulta aplastante de a ratos. Por precaución me voy quince minutos antes del horario de cierre, no quisiera pasar la noche entre palomas poco amistosas.

Final

Volvemos y el paisaje nos despide con benevolencia. Hace frío y a medida que pasamos por peajes y puestos de control, el atardecer va cubriendo todo a su paso con esa luz que preludia la llegada del otoño. Mientras tanto, resuenan en mi cabeza unos versos de Anahí Mallol (Prebanda Ediciones, 2021) leídos este mismo verano cuando el calor apretaba:

“a veces quisiera ser una piedra

esas tardes de júbilo pagano (...)

ser una piedra para no irse 

nunca

de ahí o al menos

no ser la flor o el animal

que piensa mañana no voy a estar

sino el que se dice

fue un verano precioso

precioso

y nada más.”

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